Una política combativa en un sillón institucional
A la nueva presidenta del Senado le gusta presumir de enemigos y nunca ha reprimido un solo comentario que pudiera ayudarle a granjeárselos. En sus 32 meses como ministra de Educación y Cultura, esta combativa abogada y técnica de Información y Turismo ha tenido unas cuantas ocasiones de disfrutar de la refriega -especialmente con los socialistas, los nacionalistas y los sindicalistas- sin perder nunca de vista que su talla política era directamente proporcional a la categoría del adversario y al encono de sus arremetidas.Esperanza Aguirre ya tenía un récord en la Cámara alta, el mayor número de votos (con el estratégico empujón de una buena inicial del primer apellido) y ahora, a sus 47 años, tiene dos: es la primera presidenta del Senado. Es un puesto cuyo perfil tiene poco que ver con la imagen que ha dejado en Educación, en donde su repulsión hacia la componenda se convirtió a menudo en un rechazo visceral hacia la mera negociación, una palabra que en su vocabulario político se traduce como claudicación.
Su viaje por los complejos vericuetos de la educación, a duras penas compaginables con su liberalismo de bisturí, le ha enseñado que no negociar obliga a veces a claudicar. Su proyecto emblemático como ministra, la reforma de la enseñanza de las humanidades, se ha quedado prácticamente en la cuneta después de una espectacular colisión frontal con los votos de la oposición y de sus propios socios en el Congreso. Sus últimos esfuerzos por dejar huella en los programas de la ESO y de bachillerato tienen pocas posibilidades de salir adelante después del aluvión de críticas recibidas. Otras iniciativas, como la reforma del profesorado universitario, que ya estaban tocadas, quedan ahora en suspenso hasta nuevo aviso.
Muchos de los interlocutores que ahora saludan con alivio su salida del ministerio reconocen que en la corta distancia gana encanto y que ha ido puliendo su desconocimiento del terreno a mayor velocidad que algunos de sus colaboradores. Entre las características que nadie le disputa están la espontaneidad sin complejos o la magnética facilidad para meter la pata, según se mire. En cualquier caso no son a priori las virtudes más cotizadas para un cargo de alto contenido institucional, lo que hace sospechar que Aguirre deberá someterse a estricta dieta de autocontrol, discreción e incluso diálogo no partidista.
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