Arteta entero
JOSÉ LUIS MERINO Un mes lleva la muestra de Aurelio Arteta (Bilbao, 1879-México, 1940) en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. En ese tiempo hemos escuchado bastantes desatinos al juzgar la obra de Arteta. Todos ellos producto del entusiasmo más exacerbado. Como ejemplo recurrente, las vanguardias históricas que pasaron por delante de las barbas de Arteta no sólo eran producto del pesimismo, sino que devenían en la pura retaguardia. Sin duda, durante ese mes por todos los lados se empujaban puertas que ya estaban abiertas. En el recorrido de su obra de 1902 a 1940 hay un punto crucial donde se inicia el mejor Arteta. Y es cuando el problema de la representación lo remplaza por el de la construcción de la forma y la línea en pos del volumen. Esto es, en las obras fabricadas de 1925-1930 en adelante. La primera época, en la fase de aprendizaje, el artista se fundamenta en el dibujo para rotundizar la forma. Con la línea busca una identificación peculiar, como es una suerte de etnicismo, un canto a lo rural, a los tipos vascos. No sabes si Arteta pretendía ser más vasco que el humo de los caseríos. La emoción con la que pinta escenas rurales parece acreditarlo. Pero en su interior crece algo que Pío Baroja cuenta en sus memorias refiriéndose a Arteta: "De él se decía que pasó una juventud difícil y penosa, y que había convivido con obreros y gente pobre". Surgen los lienzos fabriles y suburbiales. Los murales donde el realismo social canta al mundo del bracero. Obreros de todos los oficios pasan en un testimonio grave, de bajos salarios, pese a la magnificencia de sus músculos. Dos retratos de 1930 y 1935, los del conde de Aresti y Ramón de la Sota, respectivamente, son dos acreditadas muestras del talento de Arteta. Sin embargo, mientras en obras como El puente de Burceña (1925-1930), Arrantzales (1925-1930), Pescadora (1925-1930), El acordeonista (1930-1935) son obras muy conseguidas, otras de esas mismas fechas se tornan en puro decorativismo insulso. Basten los ejemplos, entre otros, de las obras De cháchara y Txo y sardinera. De ahí que me parezca un tanto fuera de tono esos entusiasmos sin freno. Merecen un destacado comentario diversas obras de Arteta. El tríptico titulado Tríptico de guerra es un documento de gran fuerza plástica. Ahí aparece el mejor Arteta. Se palpa el grito de protesta y dolor del artista bilbaíno. En la obra primera, la maldición del gudari contra los aviones asesinos es como un eco de impotencia y de rabia. En la segunda, la evidencia de la desesperanza y el éxodo. En la tercera, la muerte, la desolación, el aullido del perro lo dice todo. Dramática obra. También la obra Los náufragos (1932), pintada cinco años antes que el Tríptico de guerra, contiene una atmósfera patética. Es un cuadro desolador. Dos náufragos en el lienzo dejan dos imágenes contrapuestas. El muerto sobre la arena contiene unas líneas de ritmo vivo (movimiento). El otro, de pie, vivo, parece más muerto que el mismo muerto. El paisaje, la arena, las rocas, el mar y el cielo añaden tonos y clima de muerte al todo. Es una síntesis de lo patético. En la exposición existe una obra poco conocida de Arteta. Es una de las más cualificadas. Se trata del retrato del joven José María de Gamboa, fechada en 1938. El pintor ve en ese joven de catorce años la representación simbólica de la inocencia, de la pureza. Pinta, por tanto, no sólo un retrato de un joven, sino el tierno instante de la bondad infinita. Tal vez para Arteta era la antítesis de la destrucción de la guerra. Podía tratarse de un ángel. La indumentaria blanca que lleva puesta, camisa y pantalón blancos, añaden angelidad a la expresión angélica del muchacho. Al fondo, árboles, mar y cielo acompañan discretamente. Una nota oscura, unos prismáticos negros en la mano del joven, dinamizan la parte superior del cuadro. Queda la atmósfera ensoñadora. Y si el rostro del joven no es el de un ángel, algo nos dice que un ángel acaba de pasar o que está a punto de aparecer en el cuadro. Para descrédito de Aurelio Arteta, alguna obras hechas en su destierro mexicano, están caracterizadas por la estilización, la caricatura y el folclore que suele anidar cuando la nostalgia se empeña en idealizar más que en memorar.
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