Las opiniones del 'juez'
En fecha reciente se ha informado de la apertura de un expediente disciplinario a un grupo de jueces por manifestar públicamente una opinión crítica acerca de la política penitenciaria del Gobierno con los presos etarras. Para hacer esto, el Consejo General ha acudido a la disposición de la Ley Orgánica del Poder Judicial que sanciona como falta grave la acción consistente en "dirigir a los poderes... felicitaciones o censuras por sus actos, invocando la condición de juez o sirviéndose de esta condición".Es un precepto tomado de la Ley Orgánica de 1870, entonces destinado a disciplinar a los componentes de una magistratura gobernada desde el Ejecutivo, y que ha permanecido en desuso por lo que se refiere a la primera de sus previsiones. Pues, que se sepa, ningún jerarca de la vieja carrera, en más de cien años, fue sancionado por ejercer de apologeta de los actos del poder, a pesar de lo habitual de este tipo de actitudes en la tediosa literatura protocolaria de los discursos al uso. Incomprensiblemente trasplantado a la nueva ley en 1985, con un tenor literal que no desmiente la matriz, sigue inactuado en la aludida de sus dos vertientes. Y el propio Consejo ya lo ha interpretado de la forma más restrictiva, es decir, razonable, que cabe, limitando la aplicación de la segunda de aquéllas al supuesto de que la conducta descrita se diera con ocasión del ejercicio efectivo de la función jurisdiccional. Porque, en efecto, tratándose de legalidad disciplinaria y dada la calidad del intérprete, qué menos cabría esperar que una inteligencia rigurosa del término "juez". Algo distinto de lo que ahora ha sucedido, cuando se da la espalda, al menos en principio, a tan sensato precedente.
El asunto merece ser objeto de atención. Primero, por lo chocante, que en un sujeto individual obligaría a pensar en una reacción impulsiva y poco meditada, a tenor de la (propia) doctrina a la que acabo de hacer referencia. Y, también, porque es bien obvio que si la toma de posición se hubiera producido en favor de la legitimidad de esa misma política penitenciaria, nadie, en el palacio del Marqués de la Ensenada, habría visto en ello una "felicitación" incriminable. Además, el asunto goza de un interés que trasciende el supuesto concreto, pues pone sobre el tapete el controvertido asunto del derecho a la libertad de expresión de los jueces. Insisto en que hay una modalidad de uso de éste que nunca suscitó problemas. Exponentes de la magistratura predemocrática oficiaban la apología del sistema en la prensa conservadora con pretensión de la misma neutralidad que ellos atribuían a los textos legales publicados en el BOE de la época. La cosa empezó a cambiar cuando en los años setenta otros jueces comenzaron a frecuentar otros medios, con tomas de posición discrepantes, en general, sobre cuestiones relacionadas con la propia función.
Entonces, curiosamente, quienes no habían visto "felicitación", ni siquiera en actos de auténtico vasallaje y de obsequio al poder no democrático, descubrieron "censura", perseguible, por tanto, en los nuevos ejercicios de opinión incómodos para éste. Por fortuna, en un marco político en transformación, la cuestión desbordó enseguida los estrechos límites de la corporación judicial, y los jueces cuestionados -y en ocasiones sancionados, como en el caso ejemplar de Claudio Movilla- por hacer uso de tal derecho cívico tuvieron ya un amplio entorno de solidaridad político-cultural. En los ambientes progresistas del momento estaba bien claro: la recuperación por el juez de un pleno estatuto de ciudadanía activa era presupuesto esencial de su inserción en la concepción constitucional y democrática de la función. Tanto es así que en esos mismos ámbitos produjo desazón la propuesta de prohibir a los componentes de la judicatura la afiliación a partidos políticos y sindicatos, que pasó a integrarse en el artículo 127 de la Constitución.
Desde entonces la cosas han cambiado sensiblemente y, salvo las interdicciones de ese precepto, los jueces disfrutan de un marco de libertades equiparable al de los demás ciudadanos. No obstante, con alguna regularidad, se registran intervenciones a favor de clausurar para aquéllos todo cauce de manifestación de los propios puntos de vista que no sea el de las resoluciones dictadas en el ejercicio de la jurisdicción. En apoyo de tal postura se invoca la garantía de la imparcialidad y, también, que los sujetos de que se trata gozan de la investidura de un poder del Estado. Las dos razones esgrimidas están estrechamente interimplicadas: si el juez ha de ser tercero es, precisamente, por la calidad del poder que tiene atribuido. Ahora bien, esa condición debe darse únicamente respecto de las partes en litigio: pretender del juez a estas alturas una equidistancia universal sólo sería una reformulación mal encubierta del mito subcultural y reaccionario del apoliticismo.
Habrá quien diga que no es la opinión, sino su expresión, lo que habría que evitar, pero ¿qué ganaría con ello esa garantía? La imparcialidad es un producto cultural que, como tal, debe ser objeto de permanente reelaboración social. Por ello, tendrá más posibilidades de afianzarse y de hacerlo con mayor calidad en la práctica de sujetos acostumbrados a evaluar el rendimiento de las propias opiniones en el debate abierto que en los que crean que éstas podrían ser irrelevantes o formar una especie de instancia neutra y político-culturalmente indiferente, en quienes, como ellos, los jueces, desarrollan una actividad que se cifra en decidir sobre situaciones de conflicto, siempre dotadas de una consistente dimensión valorativa.
Por otra parte, las posiciones aludidas a veces aparecen asociadas a una suerte de sorprendente redescubrimiento, no exento de cinismo, de la neutralidad política como supuesto y posible valor. Precisamente cuando es bien sabido que el acceso desde la condición de juez al órgano de gobierno de la magistratura, e incluso a altos puestos jurisdiccionales de nombramiento discrecional -sobre todo en tribunales en los que penda cierta clase de procesos-, suele aparecer directamente condicionado por la circunstancia de que el candidato resulte ser más o menos interesante para algún partido.
Pues bien, todas estas cuestiones polémicas tienen que ver con un problema bien real: aceptado que el juez tiene derecho a gozar de un estatuto de ciudadanía sin más limitaciones que las constitucionales y las constitucionalmente fundadas, es cierto que se trata de un ciudadano que ejerce jurisdicción. Es decir, una relevante modalidad de poder, que le confiere, incluso malgré lui, un estatuto objetivamente privilegiado, que no puede dejar de dar a sus opiniones un plus de relevancia; que es, con
frecuencia, el motivo por el que se le demandan.
Así las cosas, es obvio que la función jurisdiccional sólo puede manifestarse a través de las resoluciones. Pero también que fuera de ella el juez, por serlo, no tiene especialmente limitado su derecho a la expresión libre. Y puede ejercerlo, incluso, en relación con las decisiones de otros jueces: un buen antídoto contra los vicios del corporativismo y un eficaz estímulo de la necesaria crítica externa de lo judicial. Ahora bien, no cabe duda de que en el juez que hable o escriba fuera de su marco profesional específico, además del ciudadano, se percibe y está objetivamente implicado también el sujeto público. De donde se deriva para él un deber cívico-deontológico de calidad ético-política y de rigor intelectual en el discurso, también de cierta autolimitación. Un deber difícilmente coercible y difícilmente reconducible al marco de previsiones disciplinarias, en este campo, además, en general, inútiles, salvo para dar satisfacción a algún subconsciente institucional de cuño burocrático-autoritario. En materia de opinión, en democracia, la posibilidad de replicar y las garantías-limite civil y penal bastarían también frente a los eventuales malos usos del juez desaprensivo. Alguien dirá que la opción tiene sus costes, pero creo sinceramente que muchos menores que la contraria, de la que hay una larga y no precisamente buena experiencia.
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