Samaranch, el retiro ha comenzado
Los herederos del negocio olímpico vieron con exasperación cómo el presidente del COI no se marchaba después de Atlanta
Una de las más largas, brillantes e inverosímiles carreras de un español del siglo empieza a escribir los capítulos de vuelta. La noche del jueves, Juan Antonio Samaranch Torelló, catalán de 78 años, dejaba la presidencia de La Caixa mientras no cesaban las muestras internacionales de ánimo para que dimitiera de su cargo en el Comité Olímpico Internacional (COI), después de que algunos de sus miembros pagaran con su cese las acusaciones de corrupción. En la mañana del viernes, desde su casa de Barcelona, Samaranch negaba cualquier relación entre los dos sucesos.-La operación de La Caixa estaba pactada y repactada desde mucho tiempo antes. Se ha llevado a cabo con el sigilo natural en estos casos. Y sólo lo sabía quien se tenía que dar por enterado.
Es probable que la respuesta de Samaranch sea verdadera. Y su críptica alusión a quien se tenía que dar por enterado -un singular colectivo- incluye al presidente de la Generalitat, Jordi Pujol. Y aún más: que la operación de recambio en la primera caja de ahorros de Europa no haya tenido otro objetivo que asegurar la continuidad de la línea marcada por el anterior director general, y ahora presidente, Josep Vilarasau, dispuesto a plantar cara a cualquier intento de poner La Caixa al servicio del poder político.
Según esta interpretación, los cambios de la noche del jueves aseguran la inmunidad -y la neutralidad- de La Caixa ante las próximas e importantes luchas electorales que van a producirse en Cataluña y España.
Pero, sin duda, éste no era el mejor momento para que Samaranch dejara su cargo. Quizá era el mejor momento para La Caixa y para Vilarasau. Pero no para él: la interpretación de que La Caixa ha querido quedar a salvo de cualquier contingencia que se produzca en la vida olímpica circulaba con un desparpajo, cargado de sentido común, a las pocas horas de conocerse su decisión.
Y Samaranch, obviamente, lo había previsto y había previsto la debilidad que semejante circunstancia añadiría a su complicada situación olímpica. Por esta razón, al desencadenarse los primeros truenos en el COI, intentó convencer a Vilarasau de que retrasara los planes pactados entre ambos. Su nueva intención era ser reelegido por otros cuatro años, para dimitir al cabo de dos, en el 2001, y hacer coincidir su marcha de La Caixa con la del COI, culminando así 50 años, exactos, de vida pública. Vilarasau hubo de ver cómo la voluntad de Samaranch se veía reforzada por la publicación en algún periódico de estos planes, dándolos como hechos.
Pero esa voluntad publicada le hizo poco efecto al todavía director general. Aún más: los inesperados problemas de Samaranch le dieron nuevos motivos para justificar su operación. Una presidencia envejecida y ahora, además, débil, acosada y bajo sospecha era todo lo contrario de lo que necesitaba La Caixa para encarar sin traumas, y con las menores presiones externas posibles, las nuevas etapas que se avecinan en la vida política.
Por todo ello, Vilarasau se negó a alterar sus planes y la operación acabó consumándose. La operación, cabe decir, se adecuaba con una rara perfección a la misma lógica que había llevado a Samaranch a la presidencia de La Caixa, en 1987. Si entonces había sido su prestigio la baza que Vilarasau jugó para atajar los intentos nacionalistas de promover a alguno de sus hombres, la misma necesidad de fortalecer la dirección de la entidad ante cualquier intento de politizarla exigía hoy, paradójicamente, su marcha.
Samaranch debía a Vilarasau -dos hombres que comparten el detalle biográfico de haber trabajado en la Administración franquista- su ascenso al non plus ultra, a la cima granítica del Everest local. Ahora le debe también su retirada. El asunto es saber ahora si la renuncia de Samaranch a La Caixa puede influir, y de qué manera, en sus problemas en el Comité Olímpico Internacional. En la mañana del viernes, Samaranch negaba cualquier posible relación e insistía en que no abandonará.
-Mi deber es restituir el buen nombre del COI, y a eso voy dedicar lo que me queda de mandato.
-¿Así, descarta la dimisión?
-Si tengo salud, no dimitiré.
-¿Por qué repite lo de la salud, si la tiene buena?
-Porque tengo ya 78 años.
Muchos años ya, en efecto. Pero -asimismo- una buena vejez exasperante para algunos miembros del COI. Para el americano Richard Pound, por ejemplo, o para el australiano Kevin Gosper, dos de los miembros que tienen desde hace años más posibilidades de sucederle. Una de las preguntas más pertinentes que se han hecho, durante las últimas semanas, los expertos en el negocio olímpico es el motivo de semejante ofensiva contra Samaranch a dos años de su definitivo relevo. Y la respuesta más creíble tiene que ver, precisamente, con la exasperación de los aspirantes. Llevan desde 1992 esperando que el viejo se marche. Creyeron entender que la concesión de los Juegos a Barcelona suponía un pacto implícito: los Juegos, y tú, a tu casa. Samaranch niega haberles dado un solo motivo para creerlo. Luego esperaron con ansiedad la ocasión de Atlanta, el centenario de la herencia de Coubertin, confiados en el proverbial apego fetichista del presidente. Pero él anunció que quería ser el presidente de dos milenios.
La exasperación, sin embargo, está lejos de haber provocado, al menos hasta ahora, una crisis descontrolada. Los herederos del negocio saben que para heredarlo son precisas dos condiciones: la marcha del viejo es tan importante como la continuidad del negocio. Y por eso la cadena de denuncias que abrió Salt Lake City puede haber minado el crédito de Samaranch, puede haberle debilitado a la hora de elegir heredero, puede incluso contribuir a limpiar el COI de adherencias molestas y parasitarias a juicio de los renovadores que se vislumbran. Pero, a salvo de las extrañas inercias que pueden producirse cuando se entra en cualquier proceso de acusaciones y reyertas, el núcleo del impresionante negocio olímpico continúa intacto.
La revolución olímpica de Samaranch -la revolución burguesa, como habría que decir con exactitud- se ha sustentado en tres bases: la nueva concepción del profesionalismo de los atletas; el establecimiento de una nueva correlación de fuerzas y un nuevo reparto de funciones entre los tres brazos del movimiento olímpico, a saber, las federaciones internacionales, los comités olímpicos nacionales y el COI, y el programa TOP (The Olympic Programme) de comercialización de los Juegos.
Los derechos de televisión y los beneficios del TOP son las dos grandes fuentes de ingresos del olimpismo.
El TOP fue concebido, a petición de Samaranch, por Horst Dassler, el fundador de Adidas, uno de los hombres más poderosos del deporte mundial. Dassler murió en 1987.
Dos años antes creó el programa y empezó a gestionarlo mediante la empresa International Sports & Leisures (ISL), de la que poseía el 51%. La idea fue sencilla y práctica: dar carácter universal a los patrocinios comerciales. Antes del TOP, los patrocinadores tenían que negociar los derechos de uso de los aros olímpicos, para los distintos países, con cada uno de los comités olímpicos nacionales.
La novedad consistió en que fuera el propio COI el que concediera los derechos de explotación y que éstos tuvieran carácter mundial. Esto, es obvio, sólo estaba al alcance de las grandes corporaciones multinacionales. De inmediato empezaron a desaparecer los pequeños patrocinadores que se interesaban sólo por algunos países o regiones del mundo y una quincena de multinacionales se hacían con los aros y con el impacto de su proyección publicitaria a escala planetaria. A cambio, claro, de muchísimo dinero, que es el que ingresa el COI y gestiona y reparte luego entre los comités nacionales y las federaciones internacionales. Éste es el verdadero poder del COI, y éste es, probablemente, el núcleo duro de las presuntas formas de corrupción que puedan darse. Las mismas formas de corrupción que están al alcance de cualquier multinacional a la hora de hacerse con contratos más o menos sustanciosos -y muy sustancioso puede llegar a ser el patrocinio de unos Juegos Olímpicos- y que ha provocado que el Gobierno norteamericano considere delito criminal el soborno de funcionarios públicos de otros países por parte de empresas americanas.
Revolución olímpica
Al lado de ese núcleo, la periferia de atenciones y reblandecimientos varios ejercidos en torno de los miembros del COI por las ciudades candidatas es un ejercicio vistoso, pero de muy escasa consistencia real. La revolución olímpica de Samaranch no ha ido acompañada, sin embargo, de un cambio profundo en la mecánica de funcionamiento del comité. Una de las primeras medidas que tomó cuando llegó al cargo fue suprimir ese residuo aristocrático que obligaba a los miembros a pagarse de su bolsillo todos los viajes relacionados con su trabajo olímpico. Su intención era clara: ya no iba a ser imprescindible tener una fortuna para ser miembro del COI. Sin embargo, en cuanto al funcionamiento del comité, eso fue todo. Otros residuos aristocráticos, como la cooptación de miembros o el secreto sobre las decisiones, permanecieron activos, contraviniendo los mandatos de igualdad y transparencia propios del régimen burgués. Y, en cierta forma, puede decirse que Samaranch ha desperdiciado todos estos años -en especial, a partir de 1992- para emprender serias reformas en el funcionamiento interno del COI. Él argumenta que no ha perdido el tiempo, sino que no tenía la fuerza necesaria para impulsar los cambios.-La crisis me va a servir para convencer a los reticentes de unas reformas en las que yo he creído siempre.
En la asamblea del próximo 17 de marzo va a presentar importantes novedades. (Otra vez el 17, por cierto. Otro de sus fetiches. Un 17 nació, un 17 fue nombrado presidente de la Diputación y un 17 la abandonó. Un 17 recibió la Creu de Sant Jordi. Un 17, Barcelona fue nombrada sede de los Juegos. Un 16 fue nombrado presidente del COI: él había elegido el 17, pero su enemiga Monique Berlioux fue la encargada de fijar la fecha). Todas las novedades van en la dirección de reforzar el poder del ejecutivo, de la comisión ejecutiva del COI, en detrimento de la asamblea, y no es de poco calado la que deja la elección de las ciudades sede de los Juegos Olímpicos a una comisión de 15 personas, cinco de las cuales no serán miembros del COI. Unas medidas asimilables, con malicia, al haraquiri por el que patrióticamente optaron los últimos procuradores del franquismo. -Lo he dicho muchas veces: el sistema basado en el voto de los 114 miembros de la asamblea, nunca me ha parecido operativo. En todas las federaciones internacionales, la comisión ejecutiva es la que decide, la que gobierna. Y eso es lo que voy a proponer en la sesión de marzo. Es más que una reforma: es una revolución, porque voy a pedir a los miembros que pierdan poder de voto, que pierdan la posibilidad de elegir a las ciudades sede y la de viajar a ellas durante la campaña de promoción. Y si hasta ahora no se ha hecho es porque no se tenía el apoyo suficiente.
Algunos de los que llevan tratándolo muchos años cuentan que el presidente Samaranch ha envejecido de una manera humanísima. Es decir, que escucha cada vez menos y que parece refugiado en unas convicciones no contrastadas ya con el presente. Entre estas convicciones destaca la del origen de la crisis, que atribuye, obsesivamente, al intento tradicional de los anglosajones de hacerse con el control del deporte. Es cierto que los grandes empresarios anglosajones preferirían negociar los términos del contrato con sus vecinos, gente un poco menos exótica que Juan Antonio Samaranch, João Havelange o Primo Nebiolo, y que, aparentemente, el deporte es el único gran negocio del mundo que controlan los pobres. Pero un observador de los asuntos olímpicos ironiza con agudeza sobre este lugar común: "Quien domina el deporte es quien puede comprarlo; es decir, las grandes cadenas televisivas y las grandes compañías, que creo que son todas anglosajonas. También pasa con el petróleo. Los pobres siguen haciendo en el circo el mismo papel de siempre: negociar con los leones".
Los que lo quieren lamentan, por último, que Samaranch haya perdido la oportunidad de pasar a la historia como un presidente olímpico intachable. Pero este juicio adolece de un conocimiento superficial del personaje: Samaranch no ha tenido jamás ningún sentido de la historia. Si ha seguido en el COI después de Barcelona, después de Atlanta, si perdió la posibilidad de cualquiera de esas dos fotos históricas, es porque su único interés fue siempre el presente. "Un hombre de la situación", se llamaba su corte de cara en el franquismo. Así, seguirá en el COI hasta el límite de lo humanamente posible, hasta la pura extenuación. Cambiaría la historia y cualquier gloria póstuma por cinco minutos más en el palco del estadio. No hay demasiados españoles en el siglo que hayan disfrutado tanto, y tan sostenidamente, con su trabajo.
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