La última carrera
Juana Reinés, pionera del atletismo femenino, cuenta cómo la guerra civil acabó con la revolución de las mujeres
"Cuando acabó la guerra civil me quedé derrumbada. Muchos habían perdido la vida y otros, como yo, el futuro. Al llegar a Madrid me encontré con una ciudad llena de inconvenientes. Estaba sola y era incapaz de luchar por otra cosa que no fuera sobrevivir y sacar adelante a mis hijos". El próximo 1 de abril se cumplirán 60 años del final de la guerra civil o, lo que es lo mismo, del comienzo de una derrota que se prolongó durante cuatro interminables décadas. Es un aniversario aciago para los republicanos que sufrieron aquel final, como la octogenaria Juana Reinés, pionera del atletismo femenino en España -fue plusmarquista de 100 metros lisos en 1933-, promotora de las Olimpiadas antifascistas que se organizaron en Barcelona en 1936 y actriz del teatro que fundó el escritor Max Aub en los años treinta. Su historia resume la de otras muchas mujeres cuyos nombres rara vez aparecen en los libros. Su afición por el deporte comenzó en el sindicato universitario de la FUE, en Valencia, ciudad en la que nació. Fue el hijo del cónsul griego Enrique Georgakopulos quien organizó uno de los primeros grupos de atletas femeninas en España. "Yo era velocista, aunque también practicaba peso, jabalina e incluso béisbol", cuenta Juana mientras se fuma un cigarrillo en su casa de la madrileña calle de Virgen del Coro. El campeonato nacional se celebró en el estadio valenciano del Mestalla. "Era muy perezosa en los entrenamientos. Tenía una compañera, Pilar Soler, que siempre ganaba, pero el día de la competición sí lo di todo y gané", remata con cara de satisfacción. De aquel día recuerda que su colega Pilar lloró mucho y que les obsequiaron con una fiesta por todo lo alto, con baile incluido. No conserva las medallas porque sus padres, que habían militado en el partido de Azaña, se deshicieron tras la guerra de cualquier cosa que pudiera perjudicarla.Su aventura más rocambolesca tiene también que ver con el deporte. Ella, junto a otros estudiantes de la FUE, organizó lo que se conoció como las Olimpiadas antifascistas, que se iban a celebrar en Barcelona en 1936 con el objetivo de boicotear los Juegos Olímpicos de Berlín, en la Alemania nazi. Consiguieron movilizar a decenas de deportistas europeos, pero las "Olimpiadas rojas" no llegaron a celebrarse. "Los deportistas españoles partimos en un autobús hacia Barcelona el 17 de julio de 1936, un día antes de que estallara la guerra. Cuando llegamos al día siguiente, todo estaba cerrado, la gente nos miraba desde las ventanas, casi oculta, mientras nos preguntábamos qué pasaba. Empezó la lucha encarnizada en la calle. Unos milicianos nos llevaron a Montjuïc y dormimos en el campo de fútbol. Habían llegado deportistas checos, rusos, franceses. Algunos se marcharon a pegar tiros y muchos murieron". Durante ocho días, Juana y sus compañeros durmieron en las gradas del estadio, sin que nadie se ocupara de ellos, pasando hambre y sin poder salir de Barcelona. Regresaron a Valencia desolados y con el miedo a ser tiroteados por los golpistas.
Define a la España de antes de la guerra como "muy romántica, entusiasta, y, aunque la gente en general tenía muy bajo nivel cultural, había una gran esperanza de que mejoraran las cosas y mucha fe en la República y en los políticos". Sus mejores recuerdos están relacionados con Max Aub, al que conoció en el teatro que fundó el escritor, El Búho, nacido como una filial de La Barraca, y donde Juana trabajó como actriz. "Max Aub era un hombre muy abierto. Representábamos sobre todo teatro clásico. Recorríamos los pueblos y actuábamos en las plazas. En una ocasión Federico García Lorca vino a vernos, estuvo muy amable y nos felicitó a las actrices por la calidad de nuestro trabajo".
De esta etapa retiene en la memoria anécdotas muy graciosas, como cuando representaron una obra de Lope de Vega con motivo del tercer centenario de su muerte, en 1935. "Al terminar la representación, el público pidió entusiasmado que Lope saliera a saludar y hubo que explicarles que el autor había muerto hacía tres siglos. Curiosamente, el público que congregábamos, la mayoría analfabetos, tenía un gran interés por el teatro y las manifestaciones culturales".
Durante la guerra se dedicó a alfabetizar soldados y a echar una mano en los hospitales. Cuando el Gobierno de la República se trasladó de Madrid a Valencia conoció a muchos madrileños que partieron al exilio valenciano huyendo de los bombardeos. "Hice mucha amistad con el historiador Tuñón de Lara y otras personas que luego fueron muy importantes. Al acabar la guerra perdí a casi todos los amigos. Unos habían muerto, otros se marcharon y el resto nos desperdigamos. Se produjo un silencio terrible y el miedo pudo más que cualquier otra cosa".
El 31 de marzo de 1939, la noche antes de la ya inevitable victoria franquista, Juana y su marido, recién casados, aguardaban en el puerto valenciano un barco que les llevaría al Reino Unido. Su familia había reunido objetos de valor para que pudieran sobrevivir los primeros meses: las perlas de un valioso collar, unas monedas de plata y las joyas de la madre. La nave salvadora nunca llegó, pero en cambio no se hicieron esperar los registros, las detenciones de sus padres y de su marido, y sobre todo el miedo. Para Juana todo había terminado: el teatro, el deporte, la universidad, la libertad, la independencia como mujer y cualquier posibilidad de levantar cabeza.
"Fue una pena. La revolución de las mujeres estaba empezando cuando estalló la guerra, aunque en mi época todavía estábamos muy atrapadas por la religión. A mi tía, un cura le negó la absolución porque leía periódicos republicanos. Hasta ese punto se metía la Iglesia en nuestras vidas".
Con el tiempo, Juana se separó del marido y se trasladó a Madrid con sus tres hijos. Se hizo masajista y tuvo que hacerse pasar por viuda para poder trabajar sin resultar sospechosa. Fue detenida en una ocasión por viajar con sus niños sin autorización expresa del marido. El destino le reservaba todavía la peor de las tragedias, la muerte de su hijo, ocurrida hace pocos años. "No pienso demasiado en todo lo que me ha pasado. Ahora, con 82 años, jubilada y con una vida tranquila, vuelvo la vista atrás y me digo: he vivido y basta", concluye sin atisbo de rencor.
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