Los límites de la bicefalia
Estalló ayer como una bomba en Bonn y, sin embargo, no deja de ser lógica y consecuente la dimisión de Oskar Lafontaine como ministro de Hacienda del Gobierno federal y, lo que a la larga puede ser más importante aún, como presidente del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD). El momento, en plena presidencia alemana de la UE, a dos semanas de la cumbre de Berlín, puede ser inoportuno, pero Lafontaine nunca ha tenido mucho respeto a los criterios de oportunidad a la hora de tomar decisiones o de llamar la atención.Siempre tuvo querencia por los grandes gestos. Tan sólo 160 días después de la apoteósica victoria electoral del SPD, Lafontaine dimite sin avisar previamente ni al canciller ni a su partido, con una escueta nota en la que agradece, no al canciller, sólo al partido, la colaboración prestada en la lucha por la libertad, la justicia y la solidaridad. Se siente ofendido y quiere que todos lo sepan.
Pero al margen de los sentimientos de este político siempre susceptible, la dimisión de Lafontaine es la declaración de quiebra de una bicefalia imposible en la cúpula del Gobierno y del SPD. El dimisionario y el canciller Gerhard Schröder son ambos hijos de viudas de guerra, hechos a sí mismos con mucho afán y ambición. Pero ahí se terminan posiblemente sus afinidades. Las diferencias ideológicas y políticas ( la distancia conceptual) entre Lafontaine y el canciller, soslayadas con éxito en la lucha electoral, han sido insuperables a la hora de gobernar. Y se han manifestado con crudeza en los fracasos acumulados en tan poco tiempo por la coalición de SPD y Verdes.
Schröder quiere hacer desde un principio una política de lo que hoy se da en llamar "nuevo centro". Lafontaine no ha querido o podido abandonar una vocación jacobina de izquierdas que un día le llevaba a dinamitar la reforma fiscal, otro a enfrentarse al Bundesbank y al siguiente a asustar a todos los socios de Alemania en la UE con sus planes intervencionistas. Hasta los Verdes, nada sospechosos de ser lacayos del gran capital, le han llegado a acusar de "paleokeynesianismo". Su conservadurismo estatalista le ha granjeado enemigos en todos los frentes.
La confusión que ha reinado en la coalición rojiverde desde la constitución del Gobierno ya llevó en el Estado federal de Hesse al primer descalabro electoral y a la pérdida de la mayoría en el Bundesrat. Con ello, la mayoría de Schröder se quedaba ya sin la vía libre para los proyectos legislativos con que quería cimentar su nueva política.
Es difícil imaginar cómo después de una victoria como la obtenida en septiembre pasado, un Gobierno puede malograr políticamente tanto de forma tan rápida. Lafontaine ha renunciado a seguir con una lucha interna de desgaste en la que sus adversarios ya no eran Schröder y los nuevos centristas del SPD sino todas las estructuras económicas alemanas y europeas y, dicen algunos con ironía, la propia realidad.
Aún hace dos semanas decía sentirse muy capaz de dirigir el ministerio de Hacienda y mantener la presidencia del partido. El cambio de opinión o de humor ha sido, por tanto, súbito. Lafontaine ha visto que no puede aplicar su política y, en consecuencia, se ha ido. Las formas son propias de su carácter.
En todo caso, Schröder puede sentirse aliviado con su dimisión. Lafontaine, necesario para ganar las elecciones, se había convertido en un estorbo. Además, el canciller podrá ahora tomar las riendas del partido.
El portazo de Lafontaine muestra claramente los estrechos límites de lo posible en la política actual y la fisura aún existente entre un aparato socialdemócrata tradicional y la moderna sociedad alemana. En todo caso, cabe esperar que el Gobierno alemán emergente sea más coherente y homogéneo que el bicéfalo que ayer dejó de existir.
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