Vida y obra del Viaducto
El célebre puente estuvo a punto de ser derribado hace 23 años por el mal estado de su hormigón
"Tras una larga y penosa enfermedad, el Viaducto ha muerto". Con esta esquela del diario Ya desayunaron muchos madrileños el lunes 24 de agosto de 1976. La sentencia de este puente sin río había llegado tres días antes en forma de un decreto que prohibía el tráfico rodado ante los alarmantes informes de Ricardo Alonso Misol, entonces ingeniero director de Vías Públicas. Alonso Misol, quien, según un rotativo, llevaba semanas "con el fonendoscopio puesto día y noche sobre el hormigón", reconocía que era "duro tomar la decisión", pero que, sin duda, "era preferible no dejar pasar un coche antes de que un día a uno se lo tragara el Viaducto".El finiquito se debía a los sulfatos "descubiertos en el relleno de los cajones de hormigón armado que soportaban ambas aceras y que, según el proyecto original del ingeniero Juan José Aracil, servirían para alojar los conductos de determinados servicios como agua, gas, electricidad". Así lo explica dos décadas después José González Paz, entonces delegado de Obras y Servicios del Ayuntamiento, que había llegado a la Casa de la Villa apenas tres meses antes. "Alguien -no se sabe quién- tuvo la genial idea de rellenar esos cajones con escorias para que pesaran menos". Las escorias, ricas en sulfatos, hicieron un trabajo sucio. Menos mal que en la construcción, cuenta González Paz, "por un azar del destino y sin buscarlo conscientemente, se acabó empleando aglomerante con características próximas al supercemento, que, a Dios gracias, era más resistente a los sulfatos". Eso fue un antídoto contra el derribo, pero en aquel verano del 76 todavía no se sabía.
El Viaducto se acabó de erigir en 1942, aunque el proyecto se realizó nueve años antes, en 1933. Con un presupuesto de algo más de dos millones y medio de pesetas, tenía una anchura de 20 metros, de los cuales 12 eran de calzada. Sustituía al primer viaducto de la ciudad, hecho de piezas de hierro prefabricadas e inaugurado el 13 de octubre de 1874, que sería tristemente conocido a finales de siglo como "el trampolín de los desesperados".
Veinticinco años después de su nacimiento, en 1967, ya se escucharon voces de alarma en el consistorio. Uno de los concejales, en el pleno de mayo, alertaba de que "el viaducto amenaza ruina. Tiene varias grietas peligrosas". La advertencia no pasó de ahí. Aunque el Ayuntamiento no se movilizó, tampoco dio carpetazo. Dejó el tema en el limbo de los asuntos pendientes. En abril de 1974, con Miguel Ángel García Lomas en la alcaldía, se acordó limitar el tránsito de vehículos de más de tres toneladas y media. También en esta época se convocó un concurso de ideas que fue presentado al entonces presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro. Un arquitecto municipal, con visión de futuro, diseñó un nuevo puente con tres plantas de aparcamiento bajo el tablero. Era la versión aérea del estacionamiento de la plaza de Oriente, construido más de 20 años después. Pasaron dos años sin noticias del puente hasta el "verano de marras", como recuerda González Paz ese agosto de 1976, en que tuvo que suspender sus vacaciones para "coger por los cuernos ese primer toro de una larga y peligrosa corrida".
Columnistas y técnicos provocaron una efervescencia de opiniones, totalmente polarizada. Mientras algunos diarios como Arriba apostaban por innovar en lugar de conservar -"El Viaducto ya estaba sentenciado. De nada serviría prolongar con sobresaltos su servicio. Vamos a por el nuevo"-, otros, como Pueblo, se llevaban las manos a la cabeza. "Cuando la piqueta arremete contra alguna construcción estimable es cosa de echarse a temblar... El resultado es, con triste frecuencia, un desgarrón en el tejido urbano, al que acompaña la construcción de alguna cosa, generalmente elefantiásica". "La demolición del Viaducto es un asalto a la razón", aseguraba Umbral.
En septiembre fueron los colegios de Arquitectos y Arquitectos Técnicos los que se pronunciaron en favor de la reposición sólo del tablero. Opinión compartida por uno de los padres del puente, Juan José Aracil. Sin embargo, Arespacochaga mostraba más interés por cuestiones prácticas que estéticas. Los 5.000 camiones que serían necesarios para desescombrar si se consumaba el derribo le quitaban el sueño.
González Paz asegura que entonces no estaba ni a favor ni en contra del derribo. "Lo que pasó es que al entrar en el Ayuntamiento me encontré con un hombre muy preparado como el amigo Misol. Cuando él vino con el "que se cae, que se cae", nos metió el miedo en el cuerpo a todos". Para imponer el sentido común decidió pisar personalmente el ruinoso puente. Luego mandó retirar las escorias para ver el grado de deterioro de los fondos de los cajones que las contenían. Comprobó que el mal no era irreparable. "Entonces decidí, con el beneplácito del alcalde, repetir la experiencia republicana para que nadie nos acusara de ser la derecha recalcitrante y convocar un concurso de proyecto y ejecución. No se descartaba la demolición y la construcción ex novo, pero tampoco la remodelación o reparación gruesa".
Por estética, ahorro o sentido común, al final ganó la tesis de la conservación. "Se sustituyó", explica González Paz, " la vieja estructura resistente de arcos y péndolas por un tablero de hormigón pretensado, apoyado sobre pilares que utilizaban los cimientos del viejo Viaducto y se encuadraban entre el arranque de sus arcos". Ése es el mejor recuerdo de sus dos años de experiencia política en la Casa de la Villa.
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