Bonitas postales coloreadas
The Met Orchestra Obras de Wagner, Ives, Mozart y Brahms. Ricardo Morales, clarinete. The Met Orchestra. Director: James Levine. Palau de la Música, Sala Iturbi. Valencia, 16 mayo 1999.La segunda actuación en el Palau de la orquesta neoyorquina, dirigida por su titular James Levine, en absoluto desmintió el efecto de apisonadora musical que produjera su anterior comparecencia en el auditorio. Nos hallamos, sin duda, ante uno de los más formidables conjuntos orquestales de foso del mundo, capaz de afrontar sin problemas técnicos tanto el repertorio operístico como el sinfónico. La variedad del programa de este concierto corroboró la altísima calidad sonora de la Orquesta del Met, pese a que la excesiva contundencia de los fortissimi dejase entrever más de un déficit en el ajuste. Basten como ejemplos el final de la Segunda sinfonía de Brahms, o la sección rápida de Central Park in the Dark de Ives. Tales detalles no empecen la consideración globalmente positiva que habría merecido este programa, máxime porque no abundan las orquestas tan bien nutridas en su composición. El hecho de que el solista de clarinete del Met, Ricardo Morales, ofreciera una versión del Concierto en La mayor de Mozart que podría competir en limpieza sonora y musicalidad con la de los mejores clarinetistas del mundo tampoco es un detalle menor a la hora de calificar a esta orquesta. Esterilidad musical El gran problema de la formación radica en su director, James Levine. El perfil artístico de Mr. Levine se construye, como bien indica su biografía, a partir de datos estadísticos apabullantes. Pocos directores de orquestas de foso exhiben en su curriculum la plétora de actuaciones prestigiosas que adorna el de este maestro. Cómo logra Levine situarse una y otra vez al frente de instituciones como la Filarmónica de Berlín o el Festival de Bayreuth -pronto será director titular de la Filarmónica de Múnich- constituye uno de los misterios mejor guardados en la reciente historia de la mercadotecnia musical. Su preludio de Meistersinger o su Segunda de Brahms, tal y como se escucharon anteayer en el Palau, se erigen en epítomes de esterilidad musical. Todo sonó apelmazado, inexpresivo, carente de emoción y de tensión interior. El discurso sonoro de Levine se concentró en el predominio del mezzoforte y en el estallido virulento, injustificado por la ausencia de períodos transicionales elaborados desde el interior de la partitura. El efectismo orquestal que desencadenó en los clímax de la sinfonía brahmsiana poco o nada tenían que ver con la lasitud y el acaramelamiento que otorgó a los trozos más íntimos. La cultura musical europea, en manos de Levine, se convierte en una colección de postales para el consumo de turistas que beben Coca-Cola mientras leen las últimas cotizaciones de Wall Street. Hasta ese punto el orondo hombre fuerte del Met degrada cuanto dirige.
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