Ya no es tan seguro cometer atrocidades
La formulación de cargos presentada contra Slobodan Milosevic, que siguió a la detención de Augusto Pinochet, muestra lo que hemos avanzado desde los días en que los déspotas podían aterrorizar a su pueblo confiados en que nunca tendrían que rendir cuentas. Hasta hace poco, parecía que si uno mataba a una persona iba a la cárcel, pero si masacraba a miles, por lo general salía impune. La mayoría de los asesinos en masa de este siglo, o bien morían pacíficamente, como Stalin y Mao, o contemplaban atardeceres en tierras foráneas, como Idi Amín y Mengistu Haile Miriam, de Etiopía. Con esos antecedentes de impunidad, no había razón para que los tiranos utilizasen guantes de seda. Los juicios de Núremberg contra los dirigentes nazis establecieron el principio de que no debía haber inmunidad para los autores de las más graves atrocidades, independientemente de quiénes fueran o de dónde hubieran cometido sus crímenes. Ese principio fue consagrado por Naciones Unidas y repetido en el convenio para la prevención del genocidio de 1948. Sin embargo, durante décadas se careció de la voluntad política para poner en práctica estos valiosos principios.
Pero los tiempos cambian. Los genocidios paralelos cometidos en la década de los noventa en Bosnia y Ruanda parecen haber dado al mundo, que no hizo nada por evitarlos, un sentimiento de culpa, y el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, libre de la parálisis de la guerra fría, ha creado tribunales para juzgar a los autores de esos horribles acontecimientos. Los genocidios de Ruanda y Bosnia también impulsaron la aplazada idea de establecer un Tribunal Penal Internacional (TPI) para juzgar futuras atrocidades cuando los tribunales nacionales no quieran o no puedan hacerlo.
Una extraordinaria coalición de países respaldó al TPI en las negociaciones definitivas, celebradas el pasado julio en Roma. Junto con Canadá y Europa occidental, muchos de los principales partidarios fueron países en vías de desarrollo, como Suráfrica, Corea del Sur, Argentina, Malawi e incluso Chile, que había salido recientemente de periodos autoritarios y deseaba protegerse frente a una posible reincidencia.
La renovada búsqueda de justicia está afectando también a otros tiranos. A comienzos de año, un grupo de expertos de la ONU, respaldados por el secretario general, Kofi Annan, exigieron procesos internacionales para los líderes del Jermer Rojo que aún sobrevivían. Después de que el informe de una comisión de la verdad, respaldada por la ONU, acusara a su régimen de genocida, Efraín Ríos Monti, de Guatemala, se enfrenta también al fantasma de un juicio.
Estados Unidos, a pesar de apoyar los tribunales de Yugoslavia y Ruanda, se ha convertido en el principal enemigo del nuevo tribunal, que debe ser ratificado por 60 países antes de comenzar a actuar. En Roma, Estados Unidos exigió cínicamente, aunque sin conseguirlo, una garantía blindada que lo autorizara a vetar cualquier juicio contra soldados o políticos estadounidenses. Como única superpotencia militar, Washington ve pocas ventajas en someter sus decisiones de uso de la fuerza a restricciones legales internacionales. El pertinaz silencio del Gobierno de Clinton en lo referente a la acusación contra Pinochet también refleja en parte un temor fundamental a un sistema de justicia que no controla, y que se podría utilizar para procesar a norteamericanos que cometan crímenes de guerra.
Sin embargo, la acusación contra Pinochet se basa en principios jurídicos ampliamente aceptados. Según el derecho internacional, cualquier país puede ejercer su jurisdicción sobre personas sospechosas de haber cometido tortura, genocidio, crímenes de guerra o crímenes contra la humanidad. Algunos tratados, como el convenio de las Naciones Unidas sobre la tortura, en el que se basó la Cámara de los Lores británica, exigen a los países que lo hagan.
La detención de Pinochet despertó las esperanzas de grupos de víctimas de todo el mundo, muchos de los cuales exploran ahora la posibilidad de utilizar tribunales extranjeros para llevar ante la justicia a sus torturadores. La senda, sin embargo, no es sencilla. La acusación contra Pinochet en España fue posible gracias a la recopilación de información realizada durante décadas, primero por activistas chilenos; después, por la Comisión Nacional Chilena para la Verdad y la Reconciliación, y finalmente, por abogados y jueces españoles. Roberto Garretón, director jurídico de la pugnaz Vicaría de la Solidaridad durante la dictadura, reflexionó orgullosamente que "aunque no lo sabíamos en ese momento, la concienzuda labor de documentación que hicimos entonces se está utilizando ahora, 25 años después, para llevar a Pinochet ante la justicia". A diferencia de otras muchas situaciones de asesinatos en masa, como en África Central, Timor Oriental o Centroamérica, cada una de las víctimas chilenas, incluidos los desaparecidos, tiene un nombre y una historia, y la cadena de mando que conduce al general Pinochet está clara.
Otro obstáculo clave será la voluntad política de los países implicados. El ministro del Interior británico, Jack Straw, después de sopesar todos los factores jurídicos y políticos, tomó por dos veces la difícil y diplomáticamente costosa decisión de permitir la extradición de Pinochet a España. Otros países podrían haber hecho un cálculo más oportunista. Cuando Abu Daud, acusado de la masacre de atletas israelíes en las Olimpiadas de Múnich de 1972, fue apresado en Francia en 1976, París desechó de plano las solicitudes de extradición de Alemania occidental y de Israel, y lo liberó cuatro días después de su captura. Ningún país europeo se ha mostrado ansioso por juzgar a Abdalá Ocalan. Es difícil pensar que Arabia Saudí vaya a llevar al exiliado Idi Amín ante la justicia. Y es todavía más difícil imaginar que alguien pueda tocar a Henry Kissinger, incluso aunque países como Vietnam o Camboya fuesen lo suficientemente atrevidos como para pedir su extradición.
Pero los precedentes han sido establecidos, Augusto Pinochet fue el primer ex jefe de Estado detenido por otro país por crímenes contra los derechos humanos. No será el último. Slobodan Milosevic es el primer jefe de Estado en funciones contra el que se formulan cargos por crímenes contra los derechos humanos. No será el último. Por tanto, los futuros líderes están sobreaviso: la próxima vez que pretendan cometer masacres impunemente podrían ser traducidas en justicia.
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