Simone Weil, intelectual compasiva
El 24 de agosto de 1943 fallecía en el sanatorio de Ashford, cerca de Londres, a los 34 años, la pensadora francesa Simone Weil, aquejada de una tuberculosis que se le agudizó en los últimos meses por una anorexia. En 1999 hubiera cumplido 90 años. En los años veinte de nuestro siglo, Franz Kafka hacía una curiosa observación al respecto en su obra El artista del hambre: "En los últimos decenios, el interés por los ayunadores ha disminuido muchísimo". Tal aseveración se veía desmentida por la pensadora francesa, quien, en solidaridad con sus conciudadanos de la zona ocupada, se negó a tomar más alimentos que los que a ellos les estaba permitido.Durante su corta vida se mantuvo en el anonimato por decisión propia. De su amplia producción escrita apenas vio publicados algunos trabajos que, a decir verdad, contaron con muy poca difusión. La gente de su entorno más cercano tuvo noticia de su militancia político-sindical, de su experiencia mística y de sus actividades intelectuales, que, con frecuencia, fueron consideradas extravagantes. Pero muy pocas personas fueron capaces de comprender la profundidad de su pensamiento heterodoxo, la autenticidad de su fe religiosa aconfesional y la radicalidad de su militancia obrera no partidista. Fue después de su muerte cuando se difundieron sus escritos gracias a intelectuales que supieron valorar su originalidad y profundidad, y se redimensionó su figura, hasta convertirse con todo merecimiento en símbolo de la resistencia frente a la mediocridad cultural, ejemplo de coherencia entre pensamiento y vida, conciencia crítica de una sociedad insolidaria y referente obligado para los creyentes sin Iglesia.
La influencia de Simone Weil ha ido creciendo a lo largo de la segunda mitad del sigloXX, sobre todo en tres campos: el filosófico, el socio-político y el religioso. Dicha influencia se dejará notar todavía con más fuerza en el sigloXXI, a medida que se profundice en su vida y su obra, poco conocidas en nuestro país. Simone Weil fue una pensadora a contracorriente de los intelectuales de su tiempo, a quienes fustigó con severidad inusitada, ubicándolos del lado de los idólatras y los burgueses. Los trabajadores, afirma, sufren "una especie de vértigo interior que los intelectuales pocas veces han tenido ocasión de conocer". Tilda de egoísta a la modernidad y tacha de idólatras a los pensadores modernos porque se sienten cautivados y poseídos de sus conquistas, que cada vez son menos universales y sólo alcanzan a grupos sociales reducidos. Sitúa al mismo nivel la idolatría de la ciencia y la de la Iglesia. "Los científicos", asevera, "creen en la ciencia como la mayoría de los católicos cree en la Iglesia, es decir, como la verdad cristalizada en la infalible opinión pública". Llama la atención asimismo sobre la ausencia de compasión en los intelectuales.
En un clima así, Simone Weil se torna paradigma de intelectual compasiva. Perteneciendo a una familia acomodada, se encarnó entre los excluidos. Siendo una brillante estudiante, tuvo siempre la mirada puesta en los últimos de la fila social. Siendo una prestigiosa profesora de la filosofía y gozando de un amplio bagaje cultural, renunció al mundo académico y decidió trabajar de peón en diferentes fábricas para experimentar en su propia carne la dureza de esa vida. Se alistó en la guerra civil española del lado de los anarquistas como muestra de apoyo a la doble causa de la justicia y de la libertad que, a su juicio, se encontraban en las filas republicanas.
Por sus actitudes solidario-compasivas fue objeto de burla y desdén en ciertos ambientes culturales, donde se la etiquetaba malévolamente de "virgen roja de la tribu de Leví" o "portadora de los evangelios moscovitas"; y se la consideraba excéntrica y alocada.
El ideal de intelectual compasiva encarnado en su persona es confirmado por el testimonio de Simone de Beauvoir, coetánea suya. Cuenta la compañera de Sartre en su libro Memorias de una joven formal que, siendo ambas estudiantes, solía ver a Simone Weil deambulando por el patio de la Sorbona con un ejemplar de L"Humanité en uno de los bolsillos del chaquetón. Siempre le intrigó su extraña forma de vestir, así como su reputación de persona inteligente.
Por ese tiempo, una terrible hambruna había devastado China. A Simone de Beauvoir le contaron que Weil, al enterarse de la noticia, había llorado. "Unas lágrimas", comenta, "que me obligaron a respetarla más aún que sus dotes filosóficas. Pues envidiaba un corazón capaz de latir a través del universo entero". Un día se hizo la encontradiza con ella en el patio de la Sorbona y empezaron a hablar. Weil le dijo a De Beauvoir con tono tajante que lo único importante sobre la Tierra era la Revolución capaz de eliminar el hambre en el mundo. De Beauvoir le respondió con no menor contundencia que lo importante es que los seres humanos encuentren sentido a la existencia. A lo que Weil, tras mirarla de arriba abajo, le contestó: "¡Cómo se nota que nunca has pasado hambre!". De Beauvoir cayó en la cuenta de que la había catalogado como una "pequeña burguesa espiritualista", y eso la irritaba, ya que se creía liberada de su clase.
La propia Simone Weil revela toda su capacidad compasiva en textos escalofriantes y dramáticos cuando habla de la desgracia de los otros encarnada en ella misma. Establece una neta distinción entre el conocimiento de la desgracia de los otros y la desgracia vivida personalmente. Antes, afirma en su obra A la espera de Dios, "sabía perfectamente que había muchas desgracias en el mundo, tenía la obsesión por ellas, pero no las había comprobado nunca por un contacto prolongado; no había tenido experiencia de la desdicha, salvo de la mía, que no era sino una desdicha a medias, puesto que era biológica y no social".
Fue, trabajando en una fábrica, confundida a los ojos de todos y a sus propios ojos con la masa anónima, cuando la desgracia de los otros entró en su alma y en su carne, y se convirtió en desgracia propia. Nada la separaba de los sufridos trabajadores, porque había logrado olvidar su halagüeño pasado y no esperaba ningún futuro. Allí, dice, "recibí para siempre la marca de la esclavitud, como la marca que los romanos imprimían con hierro candente en la frente de sus esclavos más despreciados. Desde entonces me he considerado siempre una esclava".
Desde su radicación en el mundo laboral observa cómo la violencia se convierte, para muchos seres humanos, en un estado crónico del que no pueden salir. Se trata de una situación comparable a la del condenado a muerte que tiene delante la guillotina con que va a ser ejecutado. Y la actitud general ante tal estado de violencia es la insensibilidad, la indiferencia. Desde su inserción en ese mundo de esclavos critica a los teóricos de la revolución que no han experimentado la explotación en el trabajo y ofrecen explicaciones convencionales. "Hay que preguntarse seriamente -observa- si la acción revolucionaria, cuando surge de tal fuente, tiene algún sentido".
Weil no puede aceptar la supuesta superioridad de los intelectuales sobre los trabajadores. Dicha superioridad "debe ser actualmente negada por completo", porque los trabajadores no viven de espaldas a la cultura, sino que son creadores de una cultura enraizada en el trabajo con capacidad de transformar la sociedad.
Si el principio-compasión no moviliza a los intelectuales, el juego de las ideas terminará siendo un distendido pasatiempo, y la inteligencia, una zona más de la vida sin redimir. Volviendo el diálogo De Beauvoir-Weil, los seres humanos empezarán a dar sentido a su existencia cuando se colmen el hambre de pan y de paz, y la sed de justicia y hospitalidad. Estoy convencido de que, hoy, las dos Simone se hubieran entendido sin dificultad. La vuelta a Simone Weil, 90 años después de su nacimiento, puede ayudar a redescubrir la función del intelectual en una sociedad herida por el hambre y la ausencia de sentido.
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