Candidato universal
Constituyó una profunda decepción para el PSC y de rechazo para el PSOE: en cabeza, con más de 13 puntos de distancia sobre CiU en las elecciones generales de 1979, Joan Reventós fue incapaz de asegurar para su partido el triunfo en las autonómicas del año siguiente. Jordi Pujol enjugó en 1980 toda la diferencia y le sacó cinco puntos de ventaja, suficientes para que cayera en sus manos la presidencia de la Generalitat. Desde aquellas elecciones inaugurales, las cosas han rodado sin sobresaltos para el honorable presidente. En las autonómicas de 1984 logró hacerse con la mayoría absoluta, que repitió de forma mecánica hasta 1995, basando siempre su estrategia en un principio que el nacionalismo catalán cultiva desde Cambó: conquistar todo el poder en Cataluña para ser fuertes en Madrid. Y aunque, a diferencia de Cambó, Pujol nunca haya sentido la tentación de ejercer su influencia incorporándose a los gobiernos del Estado, ha logrado identificar su persona con la institución que preside, construir así una posición invulnerable en la política catalana y, al mismo tiempo, ser un poder en Madrid, especialmente desde 1993, cuando se acabaron las mayorías absolutas.
Lo curioso del caso es que la identificación de Pujol con Cataluña, y la tesis de que la suya es la única manera que tienen los catalanes de pesar en la política española, se basa en un gran desestimiento socialista, traducido, elección tras elección, en la presentación de candidatos para perder y en la altísima abstención de sus votantes. En ningún sitio como en Cataluña se ha repetido una conducta tan persistentemente dual, con unos electores que siempre dan el triunfo al PSC en las generales porque salen a votar, pero que en las autonómicas se quedan en casa para que CiU nunca pierda. Si los electores se hubieran comportado en éstas como en aquéllas, Pujol habría tenido más difícil la fusión de su persona con la institución que preside y hasta con la nación que gobierna.
De modo que una derrota de Pujol exigiría, ante todo, que se enfrentara a un candidato competitivo, con ganas y posibilidades de triunfar; además, que su política de serlo todo en Cataluña para decidir en España se hubiera agotado; en fin, que los ciudadanos propensos a la abstención se convencieran de que en cada elección hay que actuar como en las generales. Y todo esto es lo que Maragall está a punto de conseguir. Por supuesto, como candidato no tiene nada que ver con Obiols, una perita en dulce para los postres de Pujol; ni tampoco con el más resistente Nadal, cabeza de lista en la peor de las coyunturas posibles. A Maragall, lo de ser candidato le viene como de familia: él no es un candidato que el PSC decide presentar, sino alguien que decide presentarse sin dejar a su partido más alternativa que ratificar su decisión: una elegante maniobra que no está al alcance de cualquiera y que de momento ha roto las limitaciones propias de las candidaturas partidistas para convertirlo en un candidato universal.
De acuerdo con esta condición, Maragall da por liquidado el modelo de relación de Cataluña con España cultivado por Pujol. Ahora no se trata de serlo todo en Cataluña para arrancar concesiones de Madrid, sino de refundar esas relaciones sobre una base federal, lo que significa una Cataluña abierta al diálogo con Euskadi, pero también con Andalucía o Aragón, afirmando las diferencias sin menospreciar las herencias comunes. Ya veremos cómo se come eso, pero de momento Maragall ha conseguido que estas elecciones se sientan como generales, implicando a plataformas ciudadanas, polarizando opciones, dejando a los demás sin terreno de caza. Frente a este planteamiento dinámico, Pujol juega en retirada su última y algo patética carta: repite que ésta es la última vez que se presenta y promete repartir toda la hacienda, como abuelo generoso, entre la gente de su edad, todos pensionistas, y los nietos que aún les quedan en edad de guardería.
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