Seattle y después
Bautizadas como "ronda del milenio" por el muy conservador Leon Brittan, las negociaciones comerciales de Seattle, que se iniciarán el 30 de noviembre en Seattle, inician un tira y afloja a nivel planetario en torno a dos grandes temas: la agricultura y los servicios. En ellas participarán tres actores: EEUU, la UE y los países en desarrollo. EEUU no quiere atacar directamente la política agrícola común y deja que los países del grupo de CAIRNS (Nueva Zelanda, Australia, Canadá, Brasil...) lleven a cabo la ofensiva en nombre del rechazo a toda subvención a la exportación y a la producción. En cambio manifiesta claramente su deseo de modificar a su favor el sector de los servicios, en el que Francia e Inglaterra están por delante, y negociar sector por sector, sin introducir otros parámetros, como, por ejemplo, el principio de precaución que garantiza la seguridad en el ámbito de la alimentación.La Unión Europea quiere una negociación global: propone, más allá de los dos temas anteriormente mencionados, ampliar la discusión a las normas sociales del trabajo, al medio ambiente, a la transparencia de las normas, al apoyo a los productos de los países menos desarrollados, a la promoción de la diversidad cultural, etcétera.
Los países en vías de desarrollo, por su parte, sólo están unidos en la legítima defensa de sus ventajas nacionales comparativas y en lograr que los mercados de los países desarrollados se abran a sus productos. Y se muestran tanto más reacios ante la próxima ronda cuanto que no han conseguido -para sus productos agrícolas y textiles- que se apliquen los acuerdos de Marraquech (1994).
Las diferencias de enfoque entre la Unión Europea y Estados Unidos sobre estos puntos así como sobre el modelo de la negociación (sectorial o global, cerrada por una fecha límite o abierta), manifiestan un fondo ideológico común: la necesaria liberalización del comercio internacional, concebida como salida ineluctable de la "mundialización" y como instrumento esencialmente benéfico para las sociedades. Sin embargo, un breve examen de las consecuencias de los acuerdos de la Ronda Uruguay desde 1995 demuestra la arrogancia de tales postulados: exclusión de regiones enteras de los flujos de inversiones (sobre todo, África y sur de Asia), aumento de las desigualdades entre países ricos y países pobres, dolorosas mutaciones sociales en los países desarrollados, etcétera. Además, EEUU negocia como un bloque cohesionado, sostenido por un ejército de lobbies y expertos pagados por multinacionales, frente a una Unión Europea agrupada en torno al mínimo común denominador (defensa de la PAC y de los servicios), y a unos países en desarrollo con escasos medios para defender sus intereses.
Lo que, tras los enfrentamientos reales y potenciales,está en juego afecta directamente al concepto de civilización: ¿qué será de la soberanía nacional frente al imperio comercial mundial dibujado por la OMC, al que hay sumar la atomización del mercado de capitales, la incontrolable especulación bursátil, la desmesurada potencia planetaria de las multinacionales, la corrupción, el blanqueo de dinero?
Se impone, por tanto, la más estrecha vigilancia.
Primeramente sobre el método de negociación: Europa tiene seguramente razón al querer globalizar el debate para no verse obligada a hacer concesiones unilaterales en sectores en los que su posición es defensiva. Pero la globalización sólo tiene interés si, previamente, se establece el principio de la jerarquía de las normas. Defender el modelo de civilización europea es hacer prevalecer las normas sociales sobre las normas comerciales. Así, el principio de multifuncionalidad adoptado por la agricultura (el modelo agrícola europeo no sólo es un sistema productivo sino también un modelo medioambiental y una calidad de vida) debería convertirse en la regla básica de la negociación en aquellos sectores en los que las consecuencias sobre la sociedad son evidentes.
En segundo lugar, y respecto al "todo es comercio": en vez de someter todo a la negociación, hay que definir de entrada sectores no negociables ("no ofrecidos", en la significativa jerga de la OMC) vinculados a la soberanía nacional. Los acuerdos de Marraquech excluyen del campo de la negociación "los servicios suministrados en el ejercicio del poder gubernamental". Esta cláusula es demasiado imprecisa, demasiado amplia. Hay que precisar el concepto de sector de interés general no negociable teniendo en cuenta -más allá de su relación con el poder gubernamental- su papel en el proceso de integración social. Ni la cultura, incluido en ella lo audiovisual, ni los servicios públicos, según las tradiciones nacionales (salud, educación, transportes públicos...), deben figurar en el orden del día. El encuentro de Seattle puede ser la ocasión de afirmar con claridad que el concepto de interés general, los sectores con valor social no mercantil, la protección de la diversidad cultural, constituyen elementos del modelo social europeo no negociables.
Habrá un después de Seattle: o se protegerá de manera eficaz los servicios sociales con vocación de interés general o se preparará su desmantelamiento. Y lo mismo es válido para el medio ambiente: se trata de una concepción cultural de las relaciones entre comercio y salud diferente a la de Estados Unidos. El principio europeo de precaución (sólo se comercializan productos si se sabe que no son nocivos) se opone al enfoque norteamericano (se comercializa mientras no se demuestre la nocividad del producto). De ello dependen la seguridad alimenticia y la protección de los ciudadanos. Hay, pues, que institucionalizar el principio de precaución introduciéndolo en el artículo XX del reglamento de la OMC. Además, los futuros acuerdos comerciales deben ser sistemáticamente sometidos a la ratificación de los Parlamentos nacionales. En este sentido, debería crearse una estructura en el seno del cada Parlamento nacional encargada de controlar las negociaciones y preparar las decisiones gubernamentales. La Comisión Europea también debe someter sus propuestas al control de los Estados y del Parlamento Europeo.
Finalmente, es indispensable que la OMC realice en el plazo más corto posible un balance de las consecuencias sociales de los acuerdos anteriores en los países en desarrollo. La institucionalización de acuerdos preferenciales (compatibles con los acuerdos de Lomé) y, para los países más pobres, el principio de exención total de derechos arancelarios para sus productos así como el reconocimiento de su derecho a proteger su agricultura gracias a disposiciones nacionales, deben figurar en el
Seattle y después
programa de las negociaciones. En cuanto a las normas del trabajo, es evidente que hay que recuperar la declaración de la OIT sobre los principios y derechos fundamentales en el trabajo (junio de 1998), pero también hay que poner en marcha todos los medios para ayudar a estos países a acceder al desarrollo (particularmente una moratoria de la deuda).En el seno de la OMC persisten los conflictos: en comparación con el GATT, la creación de un órgano de reglamento de los litigios (ORL) ha significado un progreso. Sin embargo, sus métodos de funcionamiento así como los de decisión, dan que pensar. Son necesarias mayor transparencia y más democratización de los debates. Es, sobre todo, inaceptable el actual sistema de penalización que permite al Estado víctima ejercer todo tipo de represalias que pueden llegar a afectar a sectores ajenos a lo juzgado (veáse la actitud de EEUU durante el conflicto de la carne de res tratada con hormonas y los organos genéticamente modificados); el ORL pervierte el derecho comercial internacional. Instituye una especie de embargo no confesado, al que hay que oponer la penalidad de lo juzgado, limitado al objeto del litigio.
Está, pues, pendiente, la democratización de la OMC. Esta organización es tanto un instrumento temible como un reto: vale más una regulación del comercio mundial, aun imperfecta, en la que pueda hacerse oír la voz política de los Estados, que un mercado mundializado salvaje en el que domine la ley de la selva. La opinión pública expresa temores legítimos hacia la OMC pero hay que evitar caer en la trampa de una oposición abstracta. Entre la impotencia y la sumisión hay espacio para una estrategia apoyada tanto por los Estados nacionales como por la movilización de los movimientos sociales. La Comisión europea debe negociar en Seattle apoyándose tanto sobre el modelo social europeo como sobre la voluntad de los pueblos, como la expresada por los Parlamentos. Si empieza mal, esta negociación constituirá de seguro la primera desgarradura del próximo milenio. Y los que pagan con su sudor y su sufrimiento la riqueza del mundo tendrán razón en no perdonar.
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