Lengua
J. M. CABALLERO BONALD
Los caminos del éxito, en literatura, suelen ser impredecibles. Ocurre como en todo: aparte de una elemental cuestión de merecimientos, comparecen también otros factores meramente circunstanciales. En las listas de libros más vendidos, por ejemplo, no es infrecuente que la calidad literaria acuse un notorio desplazamiento por parte de la nombradía extraliteraria. En cualquier caso, es una situación tan consabida que tampoco necesita de mayores glosas. Así sucedió desde que se inventó la mercadotecnia y así continúa sucediendo. Lo único que no está muy claro es si todo eso responde a una infracción del gusto o a una ley de las compensaciones.
Pero hay veces en que esas listas de libros más vendidos experimentan una innovación verdaderamente llamativa. Es lo que ha pasado con las últimas publicaciones especializadas en torno a la lengua española: el Diccionario de Seco, la Gramática descriptiva de Bosque y Demonte y la Ortografía de la Academia. Que esos libros se hayan vendido más que cualquier título de amena o no tan amena literatura, resulta por lo menos sorprendente. El más superficial planteamiento del asunto remite a preguntas difíciles. ¿Es que el lector común, de pronto, ha decidido acrecentar su caudal léxico? Lo dudo. ¿Es que ha surgido una curiosidad espontánea por la propia lengua? No lo creo. ¿Es que se ha generalizado un repentino deseo de corregir ciertos defectuosos hábitos expresivos? Me temo que no.
Lo más lógico es buscar las causas de ese auge imprevisto en la sociología cultural. De sobra se sabe que el empobrecimiento del español hablado -y del escrito- es un hecho irrebatible. Dicen quienes lo saben que el ciudadano medio no usa habitualmente más de 500 palabras, un cómputo más bien desolador, sobre todo si se piensa que en el Diccionario del español actual de Manuel Seco se recogen más de 75.000 voces y más de 140.000 acepciones. Las comparaciones no pueden ser más odiosas en este sentido. ¿A qué se debe entonces semejante indigencia lingüística?
Ni que decir tiene que el comportamiento cultural del castellanoparlante ha ido modificando aceleradamente sus fuentes naturales de información. Las pautas reflexivas de la lectura están siendo en parte reemplazadas por ese otro modelo no reflexivo de la imagen. Casi la mitad de los andaluces -valga el mal ejemplo- jamás ha leído un libro, pero ejerce de televidente entre tres y cuatro horas diarias. Lo cual lleva consigo, aparte de otros menoscabos educativos, una subrepticia acumulación de mermas de la propia libertad.
Al hilo de tales desajustes, no deja de ser reconfortante comprobar que ciertas actitudes ante la teoría y la práctica de la lengua han cambiado rotundamente de sentido. Tal vez exista en el fondo un sentimiento de inferioridad o de frustración y se haya intentado finalmente remediar tantos ingratos desdenes. De todos modos, resulta de veras aleccionador que la lengua, esa heredad común a cuyo dinamismo todos seguimos coadyuvando, empiece a suscitar un elocuente foco de atenciones. Lo demás es silencio.
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