Grandiosa, gélida Turandot
TurandotPuccini: Turandot. A. Stottler, G. Merighi, I. Monar. Escolanía Ntra. Sra. de los Desamparados. Coro de Valencia. Orquesta de Valencia. Director: Miguel A. Gómez Martínez. Palau de la Música, Sala Iturbi. Valencia, 29 noviembre 1999.
El Festival Puccini alcanzó una de sus cimas con esta versión de Turandot, ofrecida el día en que se recordaba la muerte de Puccini. La partitura, grandiosa en su concepción y soberanamente lírica en sus detalles, tuvo unos espléndidos artífices en el Coro de Valencia, vibrante y seguro a lo largo de sus numerosas y decisivas intervenciones, así como en la orquesta de la ciudad, magistralmente preparada por Gómez Martínez.La batuta del maestro, quien como de costumbre dirigió de memoria, brilló en esta ocasión tan significada con el sentido de la profesionalidad bien aprendida que caracteriza al músico granadino. Su sentido de la concertación globalizada de las masas instrumentales y corales garantizó la continuidad teatral de la obra, produciendo sus mejores efectos sonoros en los inmensos tutti conclusivos de los dos primeros actos.
Frente a esta innegable grandeza del sonido, el oído avezado pudo descubrir una profunda frialdad expresiva en nada acorde con el abrasador trasfondo musical de Turandot. Como señala A. Brotons en su magnífico estudio de la ópera, en esta última producción pucciniana se acentúa el sentimiento del triunfo del amor por encima incluso del tono épico y fantástico de la historia.
Sin pasión
Para empezar, tuvimos un Calaf (Giorgio Merighi) entonado y hasta brillante en la zona aguda, pero incapaz de transmitir pasión y locura en su aséptico fraseo. Ese tono cálido y afectuoso, propio del tenor pucciniano, faltó de principio a fin. Se aducirá, en su descargo, que la Turandot de Audrey Stottler no es precisamente de las que encienden los sentidos. Y conste que el grave tropiezo de la soprano americana en su inicial In questa reggia fue casi una anécdota.
El problema es que la Stottler no calentó las baterías, sino todo lo contrario, y a medida que avanzaba la ópera su voz sonó cada vez más opaca y descolorida. Ni siquiera el tijeretazo en la escena final de Alfano (omisión del aria Del primo pianto) puso remedio a las cosas.
En cambio, la Liù de nuestra Isabel Monar, algo indecisa en el primer acto, se creció en la escena de la tortura y brindó una morte llena de emoción y convincentemente puccianiana. Monar ya no es una promesa, sino una artista capaz de llenar la escena con voz y presencia envidiables. El resto del reparto se desempeñó con general corección. Prometedor el Timur de Felipe Bou, muy sazonado el Mandarín de Francisco Valls, "voz fatigada de viejo decrépito" (tal exige la partitura) el Altoum de Suso Mariategui y desigual el trío Ping/Pang/Pong.
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