Un icono del siglo XX
La irrupción de Jordan convirtió el deporte en gran negocio universal
No está mal que el mejor deportista del siglo -según un amplio número de encuestados por este periódico- sea uno que no tuvo sitio durante una temporada en el equipo de su instituto. El dato permite creer en el mito de la voluntad como modelo de superación universal. O también nos acerca a una perspectiva temible: el entrenador cafre que no se entera de nada, especie abundante que ha machacado la carrera de algunos superdotados sin fortuna.Se hace muy difícil pensar que Michael Jordan no pudiera jugar en su penúltimo año en un instituto de Wilmington (North Carolina). Porque los mesías nunca son suplentes. Durante casi 20 años, Jordan fue un elegido de los dioses. Ganó todo con la Universidad de North Carolina, los Bulls de Chicago y el equipo olímpico de Estados Unidos. No sólo era el mejor, sino que hacía mejores a los demás, contra la idea inicial de sus detractores, que le veían como la suprema representación del individualismo. A estos escépticos de pacotilla les tiró a la cabeza seis anillos de campeón de la NBA. No sólo conquistó innumerables títulos personales y colectivos, lo hizo con más estilo que nadie. Su larga hegemonía en el baloncesto estuvo presidida por proezas sobrenaturales y por el más puro conocimiento del juego. Podía ser a la vez humano y sobrehumano. Podía jugar colgado del aire o revisar su juego hasta convertirse en un cirujano del tiro en suspensión. Podía defender su canasta con la misma fiereza con la que ejecutaba sus mates. Podía vencer de mil maneras diferentes. Era un competidor indesmayable disfrazado de Nureyev. Era un genio.
Con todo el asombro que ha provocado Michael Jordan, su figura no es la expresión del mago que surge de la nada. Jordan es hijo de su tiempo, y también de una cultura. En él se decantaron todos los predecesores que anunciaron la llegada del mejor jugador de la historia. Desde algunos legendarios chicos de los callejones del Harlem -como Earl The goat Mannigut-, hasta los grandes danzarines de la pista, caso de Connie Hawkins o Julius Erving. En Michael Jordan se sustanció una importantísima cuota de la cultura afroamericana. "Es el jazz", dijeron de él. Tenían razón. Era Duke Ellington, Charlie Parker y Miles Davis a la vez.
Pero no fue el icono de la gente de su raza. A diferencia de Jesse Owens o Mohamed Alí, su papel ha sido poco relevante como referencia política entre la población de raza negra en Estados Unidos. Jordan no ha sido un transgresor. Todo lo contrario. Si algo representa como modelo social, es su perfecta sincronía con las nuevas leyes del mercado, hasta el punto de que resulta difícil saber qué fue antes: si Jordan o el deporte como gran negocio universal. Porque el deporte en su estado actual -como generador de tendencias culturales y de abrumadoras sumas de dinero, como eje de poder- nació con la llegada de Jordan a la NBA. Él salvó y proyectó a la compañía Nike por todos los continentes; él convirtió una Liga estrictamente nacional en un fenómeno planetario del que ahora se benefician sus sucesores; él fue la locomotora de algo novedoso, del deporte que entra en el siglo XXI con el ánimo de exprimir hasta el último centavo a la sociedad del ocio.
Porque habrá quienes discutan su liderazgo en el Olimpo, pero lo que resulta indiscutible es que nadie como Michael Jordan representa el imponente proceso de transformación que ha seguido el deporte en el siglo XX.
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