Menos hijos, más inmigrantes
EN 1998, la población española aumentó sólo en unos 4.000 habitantes, lo que sitúa a nuestro país muy por debajo del umbral requerido para su renovación generacional. Este dato, procedente de la última encuesta sobre fecundidad del Instituto Nacional de Estadística, no hace sino confirmar, incluso en tonos más negativos, los que vienen proporcionando desde hace algunos años organismos públicos, como la Organización Mundial de la Salud y el Fondo de Población de la ONU, y privados, como el prestigioso Comité de Crisis de Población. Desde hace 10 años, la población española está prácticamente estancada, y si no se produce pronto un cambio de tendencia, pasará mucho tiempo sin superar los 40 millones de habitantes.Las causas de esta drástica disminución de la fecundidad, y consecuentemente de la natalidad, han sido señaladas muchas veces. Fundamentalmente tienen que ver con la nueva mentalidad de las mujeres españolas, su mayor autonomía y capacidad de decisión en el uso de los métodos anticonceptivos y su incorporación al mundo del trabajo. Pero existe un factor coyuntural que marca la diferencia respecto de los países de nuestro entorno, de igual o mayor nivel cultural y económico, y que explica por qué en España la tasa de fecundidad ha descendido en la actualidad a 1,07 hijos por mujer fértil, la más baja del mundo. Se trata de la alta tasa de paro, el 15,45% de la población activa, que España sigue registrando y que determina que los jóvenes españoles se casen cada vez más tarde -a los 30 años los varones y a los 28 las mujeres-, con las naturales consecuencias sobre el número de hijos. La mejora de la situación económica y la consecuente disminución del paro debería influir, pues, en un adelanto de la edad matrimonial y en una cierta recuperación demográfica.
No cabe esperar, ni es deseable, que se vaya a producir una vuelta al pasado; los cambios sobrevenidos en la forma de vida de los españoles, en convergencia con los países de nuestro entorno, deberían ser irreversibles. Sería esperpéntico que a cuenta de la demografía algunos pretendieran retrotraernos a situaciones derivadas del papel subalterno de las mujeres, únicamente dedicadas a la procreación y al cuidado del hogar. Aunque es inquietante que la tasa de nacimientos se mantenga por debajo de la tasa de reposición durante un tiempo prolongado, de modo que se produzca un descenso sustancial de la población española, la experiencia de los países que han pasado antes por la misma situación indica que la propia dinámica social corrige esa tendencia cuando se prolonga un cierto tiempo. Es el caso de los países del norte de Europa -Suecia, Noruega, Dinamarca-, hoy más prolíficos que los del sur.
Será muy dificil, por no decir imposible, que España alcance a medio plazo el índice de 2,1 hijos por mujer que se requiere para el reemplazo generacional en las actuales condiciones de mortalidad. La última vez que nuestro país registró este índice fue en 1980, tras un retroceso que se venía produciendo desde mediados de los años sesenta (2,94 hijos por mujer en 1964) y con más intensidad desde mediados de los setenta (2,80 hijos por mujer en 1975). Es indudable que la disminución en el número de hijos nacidos, combinada con la prolongación de las expectativas de vida de los mayores, genera toda una serie de consecuencias en el terreno de la economía y de la protección social. El número creciente de personas jubiladas -España supera con mucho el índice del 10% de personas mayores de 65 años que define a una población como envejecida- exige una proporción de ingresos siempre en aumento.
Cabe deducir de todo ello que el nivel de vida de los españoles, su desarrollo económico y su bienestar social dependerán cada vez más de su capacidad para integrar en su sistema de producción a personas llegadas de otros países. Un organismo independiente, el Servicio de Estudios del Banco de España, ha sugerido recientemente la necesidad de que se triplique ya el cupo de los inmigrantes que acuden a trabajar legalmente a nuestro país, hasta los 90.000, frente a los 30.000 actuales; pues, de otro modo, la población activa empezará a descender a partir del año 2010, y el número de personas dependientes pasará desde algo más de cuatro hasta seis por cada 10 habitantes. Con estos datos en la mano, todos -Gobierno, fuerzas políticas y sociedad en general- tendríamos que contemplar a la inmigración, debidamente protegida por la legalidad, como un fenómeno positivo y no como amenaza para la paz social y un riesgo para el Estado.
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