¿Cristianos o quintacolumnistas?
Leo con atención las últimas declaraciones de Hilari Raguer, el historiador de la UDC y uno de los comentaristas más lúcidos y mejor informados sobre personalidades religiosas de la vida catalana bajo el franquismo. El retrato político-ideológico de Raguer del celebérrimo abad Escarré ha permitido congelar uno de los mitos que un antifranquismo acrítico tendía a consolidar. Y si puede ser cierto que una bella muerte acaba honrando toda una vida, también lo es que unas declaraciones a Le Monde, con consecuencias graves para el declarante, no pueden borrar el peso del franquismo del benedictino Escarré.Paralelamente, me da la impresión de que se están fraguando arquetipos y esquemas tendentes a canonizar la actuación antifranquista de la Iglesia catalana, en su mayor parte tras los primeros años, vividos bajo el dominio de los cardenales Gomà y Pla i Deniel en el interior, y de Vidal i Barraquer, la otra cara de la moneda, en el exilio. En este esquema analítico, la convocatoria del Concilio Vaticano II y la llegada al pontificado de Juan XXIII habrían decantado a la Iglesia hacia las barricadas del antipoder.
Viví con intensidad aquellas horas. Viví seriamente comprometido con la Iglesia, en donde estuve a punto de doctorarme en el arte del apostolado. Entre mis mejores amigos, media docena de creyentes a quienes admiro, y tal vez envidio sin saberlo, desde mi ateísmo militante actual. Con mis amigos creyentes consulto mis dudas acerca de la autenticidad del progresismo de una Iglesia que modera su lenguaje crítico ante las aberrantes manifestaciones del papa Pablo II o del cardenal arzobispo de Barcelona, Ricard Maria Carles. Una vez más, me falta -y ya hace 20 años- Alfonso Comín, al que no imagino comulgando con ruedas de molino en estas horas del conservadurismo triunfante desde la jerarquía.
En una Cataluña que se debate, desde hace casi dos siglos, entre un republicanismo poco beato, tal vez grosero e incluso demagógico, y un conservadurismo al que no van mal las monarquías ni ciertas manifestaciones exclusivamente culturales -y uso el adjetivo culturales en el peor sentido de la palabra- de una burguesía catalana moderada, criptoespañolista pero con ansias hegemónicas, pienso que ciertos sectores progres de la Iglesia han ayudado a consolidar el conservadurismo heredero de una tradición católica más o menos educada, pero portadora de muchos elementos retrógrados. En su día denuncié a personajes como mosén Ballarín, uno de los inquisidores de la vida catalana. Y opino que el rol desempeñado por Xirinacs, Dalmau, Lorés, etcétera, ha sido duro para la evolución de un pensamiento laico en un país declarado así constitucionalmente, pero en el que la enseñanza de una sola religión pugna por recuperar espacios programáticos que no le corresponden.
Me sorprende, en todo caso, la actitud de los cristianos, autobautizados como cercanos al pueblo y progresistas, ante personajes como Joan Leita, el teólogo que en 1971 publicó L'antievangeli y más tarde El fonament irreligiós de l'Església, Anàlisi destructiva de la religió, El sexe fantàstic y Estudi de l'evangeli herètic, entre otras. Fue expulsado de la Compañía de Jesús. Y sigue ostentando el título de sacerdos in aeternum porque no acepta, por coherencia, la autoridad de una jerarquía eclesiástica que a juicio de Leita es simple impostura antievangélica. Leita es hoy traductor del griego y del alemán de autores como Aristóteles, Platón, Hegel y Nietzsche. En su día los progres publicaron un alegato -Setge a l'antievangeli-, pero prefirieron no entrar en el corazón del asunto. Un poquito de rebeldía estética les ahorraba un debate profundo sobre los fundamentos de la fe. En todo caso, simple botón de muestra acerca del quintacolumnismo bautizado de nuestros expertos en liturgia y en ortodoxia sin fisuras.
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