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Vecinos de un pueblo mexicano 'secuestran' a policías para lograr la libertad de 165 alumnos

Juan Jesús Aznárez

Los vecinos más iracundos de la turba que el sábado desarmó a 60 policías y los vejó, semidesnudos y descalzos, en la plaza mayor de la localidad mexicana de Francisco Madero (unos 20.000 habitantes) proponían asar a uno, o al menos colgarlo, para forzar la presencia del gobernador. Enfurecida por la detención de cerca de 165 estudiantes, y los malos modos empleados por la autoridad en su apresamiento, una pueblada de 1.500 personas tomó una escuela y corrió a palos a parte de la dotación del cuerpo de granaderos encargada de vigilarla. Los estudiantes detenidos fueron liberados.

"¡Si no hay solución habrá quemazón!" Testigos presenciales citan la lógica preocupación de la cuerda de policías expuesta al escarnio público, en pantalones de faena, o en taparrabos los oficiales, al escuchar las bárbaras arengas de los partidarios de la hoguera. "¡Que liberen a los detenidos o quemamos a estos pinches granaderos!" La cordura acabó imponiéndose, y después de 13 horas de pesadilla, primero en una solana criminal y ateridos cuando se echó la noche, los agentes fueron liberados. Antes lo fueron los estudiantes. Cabizbajos, insultados en su retirada hacia el cuartel, marcharon con lo puesto. Sus uniformes, chalecos antibalas, botos y correajes habían ardido en una pira.

Todo comenzó con la llegada a Francisco Madero de medio millar de miembros de la policía del Estado de Hidalgo, cuya capital, Pachuca, dista 70 kilómetros de Ciudad de México. De madrugada desalojaron a puntapiés a los cerca de 400 estudiantes que, en exigencia de 200 becas, habían ocupado hace cinco días la escuela rural El Mexe. A continuación, los detenidos son trasladados a Pachuca en furgones.

La violencia de las cargas, los porrazos recibidos por quienes se toparon con los pelotones de granaderos, subleva a Francisco Madero, que llama a zafarrancho. Lo encabeza el alcalde, Martiniano López, del opositor Partido de la Revolución Democrática (PRD), de centro-izquierda. "Yo fui a la escuela a preguntar por mi hijo. Les dije que iba a entrar aunque recibiera dos macanazos. Y los recibí", protestaba un padre antes de su alistamiento en la turba.

La reacción popular se organiza hacia las ocho de la mañana blandiendo palos, picos, palas, y echa espuma por la boca cuando asalta la escuela.

Para entonces, otros han bloqueado los accesos al pueblo con piedras, troncos y árboles jóvenes arrancados de raíz, a los que prenden fuego para impedir la huida de los policías. Diez coches patrulla son convertidos en antorchas, o molidos a goles. La embestida contra la escuela es masiva e imparable y 20 personas quedan descalabradas. Los policías disparan al aire y lanzan granadas lacrimógenas, pero la lluvia de piedras hace estragos, y se llega al cuerpo a cuerpo.

Acorralados

Batiéndose en retirada, los que pueden huyen en furgonetas; otros saltan las verjas y corren como corzos, y los menos afortunados, en la precipitación, se zambullen en un alcantarillado de aguas fecales. Algunos son acorralados por la hoguera que tapa una de las salidas.

Los 60 policías tomados como rehenes son atados los unos a los otros, y, manos en la nuca, deben recorrer a pie y en fila india los cinco kilómetros hasta la plaza donde los más exaltados pedían la instalación de patíbulos. "Soy un soplón del gobernador", le obligan a decir a uno. Otro debe mantener alzada una pancarta con esa confesión.

Cerca de 2.000 personas observaron la cruel peregrinación de los agentes y el desarrollo de un juicio público en el que la ira hidalguense no tuvo piedad. Los reos, absortos, mudos, tumbados boca abajo a ratos, escucharon de todo, y fueron vigilados por vecinos encapuchados que esgrimían estacas o sus porras. Asustado por el cariz de los acontecimientos, el alcalde pide a la gente que se avenga a razones. La única escuchada es aquella comunicada cuando ya los policías, sin probar bocado en todo el día, tiritaban de frío cerca de la medianoche: los estudiantes habían sido liberados.

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