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Crítica:JAZZ
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Fortaleza inexpugnable

Puede que sea mera casualidad, pero los tres conciertos del 7º ciclo Jazz es primavera se han desarrollado de un tirón, sin pausas entre las piezas y sin un triste hueco para recompensar al artista con aplausos. Ése ha sido el único rasgo común porque, por lo demás, cada uno ha mostrado una faceta bien diferente. De los tres, el que se ha llevado la palma en severidad estética ha sido, sin duda, el de Roscoe Mitchell.Para la mayoría, el rostro del Art Ensemble of Chicago se resumía en las vestimentas multicolores, la percusión profusa y, quizá por encima de todo, en la trompeta y la bata blanca del recientemente fallecido Lester Bowie. En ese grupo, Mitchell ejercía de hombre tranquilo y discreto que se reservaba las pinceladas intelectuales y, a pesar de no vestir ropa llamativa, adoptaba la actitud más provocadora en lo estrictamente musical.

Roscoe Mitchell and The Note Factory Roscoe Mitchell (saxos y flautas), Spencer Barefield (guitarras), Jaribu Shahid y Leon Dorsey (contrabajo), Matthew Shipp (piano), Craig Taborn (teclados), Tani Tabbal y Gerald Cleaver (batería)

CMU San Juan Evangelista. Madrid, 18 de marzo.

Un espejo

Como protagonista único, Mitchell trajo a Madrid su Note Factory, un grupo formado por instrumentos pareados que se miraron en su espejo precisamente para evitar cualquier duplicación de imagen. Al frente de esta formación relativamente simétrica, Mitchell propuso una música de apariencia libre y núcleo riguroso, una fortaleza sonora inexpugnable cuyo portalón sólo se podía cruzar previa contraseña. Había que estar en el secreto para seguir de cerca unos crescendi a cámara lenta que empezaban en tenues arrullos oníricos y acababan en atronadora marabunta; o para ver al líder deshojar la margarita de lo tonal y lo atonal mientras describía en el aire solos de apasionado lirismo cacofónico, saturados de efectos transgresores. Recurrió con frecuencia al recurso de la respiración circular y jugó, más por instinto teatral que por necesidad musical, a ponerse en los labios los saxos soprano y sopranino simultáneamente y por separado. En sus pocos ratos libres, dirigió el grupo por secciones, mandando callar a unos y enfatizando la contribución de los otros, como si manejara bloques de piedra de densidad absoluta.

El muro levantado era tan imponente que a menudo no dejaba escuchar las líneas individuales. Si acaso, y en un esfuerzo suplementario de concentración, se pudo percibir que los baterías y contrabajistas hacían buenas parejas entre sí y que Matthew Shipp es uno de los pocos pianistas jóvenes que incluyen al gran Cecil Taylor en su concepto de la tradición. A falta de más detalles, se comprobó la dureza diamantina de una música inequívocamente negra que, sin merma de coherencia, se explicaba mucho mejor teniendo en cuenta los hallazgos blancos de Cage y Stockhausen.

Hubo lógicas deserciones en el público, y quien no aguantó se perdió lo más accesible de la noche: una cruda propina con ritmo al fin explícito y remate casi brutal.

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