Lo bueno fue que llovió
Llovió.No sería conveniente la lluvia para el arte pero sí para la vida, y eso fue lo bueno.
Aparte dos naturales de Ponce, sólo la lluvia merece recordarse de esta corrida final del ciclo fallero, que despertó gran expectación y resultó una castaña.
Se preveían doce orejas -el copo orejil- y a fe que cuando aparecieron en el redondel los toreros, el público ya se las tenían concedidas. Sin embargo tarde adelante las fueron perdiendo hasta quedarse con una. Poco es. Una sobre doce, no da mayoría absoluta.
La corrida empezó ya a torcerse en el prólogo de rejoneo. La culpa, al toro, y las reclamaciones, al maestro armero.
Que dios les conserve la vista a los veedores que les buscan los toros a las figuras. Después de revolver las ganaderías, mirarlos con lupa, escogerlos a la carta, van y se llevan seis burros.
Atanasio / Ponce, Barrera; Hermoso Toros de Atanasio Fernández, sin trapío, varios anovillados; muy flojos, casi todos inválidos; descastados; manejables, aunque algunos gazapearon o acabaron aplomados
Dieron mejor juego 1º, 5º y 6º. Enrique Ponce: dos pinchazos y estocada (silencio); bajonazo (silencio); aviso con retraso antes de matar y bajonazo descarado (oreja con algunas protestas). Vicente Barrera: pinchazo, media estocada, rueda de peones, descabello -aviso con retraso- y descabello (silencio); estocada y dos descabellos (silencio); media estocada atravesada caída (palmas). Un toro de Los Espartales, mocho, para rejoneo, manso descastado, no dio juego; saltó dos veces al callejón. Pablo Hermoso de Mendoza: rejón trasero (ovación y salida al tercio). Plaza de Valencia, 19 de marzo (por la tarde). 11ª y última corida de Fallas. Lleno.
El toro de rejoneo, hierro Los Espartales, era uno de esos. Sacó una mansedumbre a la antigua e hizo lo que caracteriza a los mansos de ley, que consiste en buscar tablas y, si se puede, saltarlas.
El de los Espartales no se crea que se quedó corto y ofreció cumplidas muestras de su descastada condición. De manera que, apenas salir, husmeaba la barrera, amagó brincarla por diversos puntos, se decidió al fin, y si falló de primeras, lo compensó luego brincando dos veces al callejón.
Le abrian una puerta y salía por ella tan pancho, con cara de no haber roto nuca un plato. Pero, claro, ya no estaba para trotes. Ni quería fiesta con el rejoneador Pablo Hermoso de Mendoza, que tuvo dificultades para clavar el rejón de castigo, para banderillear -lo que hacía de frente; este rejoneador es muy auténtico- y para lucir la doma de su famoso caballo Cagancho. Al manso espartal, le traía al fresco Cagancho y le miraba, hecho un marmolillo, con la mayor indiferencia.
Salieron después los toros de Atanasio Fernández y daba pudor llamarlos toros. Grey sin trapío, anovillada, además inválida; en eso se quedaban los toros de Atanasio Fernández. Y los toreros apenas supieron aplicarles las faenas que requería su desmedrada condición.
El que hacía primero de lidia ordinaria, calamocheador en varas, desarrolló nobleza a partir del tercio de banderillas. Y Enrique Ponce le hizo una faena de torero dominador, fijándolo muy bien con los ayudados y embarcando mandón en los derechazos.
Demasiados derechazos pegó Ponce, como siempre, y se lamenta, pues cuando se echó la muleta a la izquierda (ya iban más de cinco minutos de faena) cuajó desde la verticalidad, desde el temple y desde el gusto dos naturales de excelente factura. Lo cual constituyó el principio y el fin del arte en la tarde insustancial y plúmbea.
La segunda faena de Ponce transcurrió deslucida. Inválido el toro, desconfiado el torero, ninguno de los muletazos tuvo fundamento. La tercera, derechacista a modo, estuvo marcada por la vulgaridad. Toreó al natural cuando el toro ya estaba agotado, recurrió al truco del encimismo ahogando las embestidas, perpetró un bajonazo y le regalaron una oreja.
A pesar de que la función iba mano a mano, la confrontación no tenía color. El adversario atravesaba horas bajas. Vicente Barrera (el adversario), está sin sitio según ha podido apreciarse en la feria. Le cuesta aguantar las arrancadas y ligar los pases; al menor amago del toro se le escapa un respingo y hace unos trasteos monótonos e interminables.
Lo peor son los trasteos interminables. Un torero puede ser cuanto quiera o pueda, menos pesado. Y Vicente Barrera se ponía pesadísimo. Con tanto reincidir y porfiar acabó hartando al público. Y en su tercera faena, consiguió enfadarlo. Porque llovía. Y pasarse diez minutos intentando derechazos mientras llueve es una desconsideración imperdonable.
La lluvia, no obstante, fue bien venida. La gente celebró el fin de la sequía, su efecto benefactor en las ciudades contaminadas y en los inocentes pajaritos, en la agricultura y en las cosechas. Aún empapados estábamos todos muy contentos. Parecíamos terratenientes.
Babelia
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