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Resistibles ascensiones.

Antonio Elorza

La conocida frase con la que en El gatopardo el joven Tancredi justifica ante su tío, el príncipe de Salina, la incorporación a las filas de Garibaldi, es citada casi siempre de forma incorrecta. La traducción más adecuada sería: "Para que todo permanezca igual, es preciso que todo cambie". No otra fue la regla de oro a que se atuvo la democratización de la clase empresarial española a la muerte de Franco. Como hace tiempo explicó en estas mismas páginas un responsable de Freixenet, lo de los partidos y el pluralismo político no les atraía demasiado, pero eran conscientes de que la democracia constituía una precondición para el ingreso pleno en el área de mercado europea. Además, desde el punto de vista económico las cosas se les pusieron muy fáciles. El viraje tecnocrático de los años sesenta hizo posible una racionalización de la política económica y el acceso a puestos de decisión de hombres -Navarro Rubio, Miguel Boyer, etcétera- que luego serán los gestores económicos de la democracia. Empujado por el PCE de Santiago Carrillo, y por obra de los Pactos de La Mocloa, el movimiento sindical contribuyó a la estabilización capitalista en plena crisis. El cambio político pudo descansar sobre la continuidad del poder económico.En la esfera política propiamente dicha, todo fue más difícil, por obra y gracia de la voluntad de Franco, quien en contra de quienes le colocan bajo tal etiqueta, impidió la entrada en juego del pluralismo limitado propio de los regímenes autoritarios para garantizar un relevo continuista, consciente de que al menos había que repintar la fachada. No es casual que fuera Fraga Iribarne el político cuyas iniciativas aperturistas desde el régimen toparon con la muralla china de la concepción cesarista del poder, propia de Franco. Su intento de que a la muerte del general los grupos sociales conservadores hicieran la adaptación necesaria para conservar el poder político tuvo que esperar hasta la última década del siglo para verse realizado. Entretanto, los miembros más dinámicos de la clase política franquista, con Adolfo Suárez a la cabeza, tuvieron que jugar la carta de la democracia para ejercer el poder. Se hizo demócrata hasta el Fraga cubierto de indignidad por el estado de excepción del 69. Ni unos ni otro llegaron a tener tiempo para dar cohesión a sus instrumentos políticos, borrar las huellas del pasado y encontrar un personal político a la altura de las circunstancias. La crisis militar hizo el resto y, como consecuencia, pareció que la otra España, la democrática y popular, heredera de la aplastada por la guerra, tomaba el relevo. Por un tiempo, en la derecha sólo cabía registrar un sorprendente vacío, a pesar de los esfuerzos del tenaz Fraga por sostener como fuera su proyecto fénix.

No es cuestión de reseñar ahora hasta qué punto las desviaciones en la gestión socialista contribuyeron a favorecer la resurrección de una derecha que supo tener paciencia. Además, la estructura del poder económico seguía intacta y las reformas neoliberales, eficaces por otra parte para los fines perseguidos, pusieron a los sindicatos a la defensiva, desestructurando al máximo el mercado de trabajo. El PSOE fue además incapaz de crear una cultura política de izquierdas, dada la obsesión de González y Guerra por otorgar prioridad absoluta al ejercicio de su mando sobre el partido y sus simpatizantes. Críticos no, turiferarios sí, fue el lema. Así, a pesar de las reservas que seguía suscitando, la derecha tenía que recoger los frutos antes o después, y lo hizo. Fue como si quienes habían mandado toda la vida se apartasen por un momento desconcertados, al definirse la transición, enviando a sus hijos a recibir la formación necesaria, en un amplio espectro, desde los seminarios del Opus Dei para unos a los masters en universidades americanas en el caso de los técnicos, para recuperar en su momento el poder. Y lo han hecho además cuando a nivel mundial encajan globalización y privatización a ultranza. Sólo hacía falta encontrar los mecanismos para no romper los puentes con la base popular, y a esos efectos sin duda ha mejorado en el partido de Aznar la selección de políticos a un tiempo conservadores y populistas, se han mantenido relaciones óptimas con los sindicatos a pesar del desfase entre la imponente acumulación de beneficios y las pérdidas de poder adquisitivo salarial, y han sido apretadas al máximo las tuercas en el control de las comunicaciones. Ni siquiera hay que manipular, cuando casi todos son nuestra voz. Tiene razón Aznar: su España va bien.

La resistible ascensión de la derecha lleva camino de culminar con una prolongada estabilización de su doble poder, económico y político. Incluso puede permitirse el lujo de la caridad, como cuando el señor Villalonga reconoce el olvido (sic) de no haber ampliado la concesión de las stock options a todos sus trabajadores. Lo que importa es salvar la imagen, como en esa estrategia de premios estatales donde en literatura la figura del premiado sirve para prestigiar a quien lo concede, mientras en historia, a la sombra de las grandes conmemoraciones hagiográficas, todo progresismo, incluso temático, resulta proscrito y lo que cuenta es ni más ni menos que El ser de España y sus derivaciones. Son indicios externos de la sólida articulación entre Gobierno y grandes poderes económicos, encubierta por la máscara de la modernidad. Las inevitables derivas hacia la corrupción son inmediatamente tapadas por un vértice del poder judicial que recuerda en exceso los antecedentes franquistas a la hora de proteger lo que le ordena el Ejecutivo proteger. Es éste un punto de especial sensibilidad, por cuanto muestra que nuestros conservadores autoritarios reproducen las reglas de ejercicio del poder heredadas de la dictadura y, más allá aún, del sistema de "oligarquía y caciquismo" en la Restauración. La colusión de Ejecutivo y Judicial hace posible que el poder político, en cualquiera de sus niveles, no tenga que atenerse, y no sienta incentivo ético alguno para atenerse, al imperio de la ley. Para conceder unos privilegios económicos, determinar el acceso a un puesto o ejecutar una obra pública, es lo mismo. El que tiene poder se sitúa conscientemente en la esfera, como mínimo, de la alegalidad, y reaccionará airado contra aquel que invoque la sumisión de todos, ciudadanos y gobernantes, al derecho. Los eventuales críticos no saben con quien están hablando.

Las andanzas del ministro

Piqué en el filo de la navaja de la ilegalidad, con su sucesión de desenlaces felices para él, constituyen una buena muestra de esta gestión autoritaria de las irregularidades. Evocan también la cuestión gramsciana del transformismo, es decir, del papel que en este tipo de restauraciones conservadoras desempeñan políticos/as e individuos/as procedentes de la izquierda, los cuales aprovechan esa experiencia para un servicio más eficaz y agresivo a la causa del orden. El caso de Piqué es menos frecuente, ya que desde las filas comunistas el tránsito, a veces espectacular, se hizo hacia las orillas más próximas, las del PSOE, y casi siempre, a pesar del impacto mediático, con pobres resultados (incluso un hombre tan capaz como Solé Tura llegó a ministro de rebote).

El izquierdismo ha proporcionado, en cambio, recorridos más amplios. El postulado de que sólo cabía la revolución y de que toda reforma constituía una traición a la causa del proletariado ha servido de base a algunos volatines impresionantes, casi siempre usando el trampolín intermedio de un socialismo que pocas veces examinó previamente a los Roldanes y Roldanas que se le acercaban al olor del poder. Ciertamente, en esa fase de tránsito, nuestros/as transformistas se vieron forzados a ejecutar un doble juego de profesión de lealtad hacia quienes encarnaban por decreto propio la modernización y de agresividad brutal contra quienes no compartían sus métodos. Una vez escalada la cima, el PP era el mejor postor y sólo hacía falta utilizar los viejos recursos demagógicos para pasar del elogio a Mao al culto del Orden, encarnen éste los centros de poder económico o la grandeza de España, sus reyes siempre ejemplares y sus nobles. Para todo hay, y tendremos ocasión de comprobar los efectos en los largos cuatro años que nos esperan.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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