El primer helado SERGI PÀMIES
Se ha abierto la veda del helado. La climatología decide y, como cada año, son muchos los que buscan repetir la intensa sensación de zamparse, bajo un sol de justicia, el primer helado de la temporada. Se trata de un momento importante, de íntima trascendencia, que, a veces, nos devuelve sabores del pasado o nos permite descubrir nuevas sensaciones gustativas. De niño, bastaba un polo de limón o de naranja para declarar inaugurada la canícula pero, con el tiempo, uno se vuelve más exigente y ya no se conforma con un pringoso y humilde calipo de piscina de urbanización.Hace unos años, Barcelona contaba con una importante red de heladerías artesanales que competían en oferta. No era lo mismo tomarse un cucurucho de avellana en La Jijonenca de la Rambla de Catalunya que un corte de vainilla en un estrecho mostrador del Portal de l'Àngel o en una concurrida horchatería de la calle Parlament. Junto a esa oferta, estaba la alternativa industrial, de quiosco, representada por marcas como Camy, Frigo, Avidesa, La Menorquina o Miko, tan denostadas por los puristas y, sin embargo, tan útiles. Con el tiempo, se han producido transformaciones en el sector y, en estos momentos, se puede afirmar a) que el corte ha desaparecido casi totalmente de la circulación y que, si uno desea recuperarlo, tiene que hacérselo en casa, comprando una barra de helado y las galletas ad-hoc y b) que la oferta artesanal, tan variada antaño, ha empeorado en su nivel de exigencia aunque mantiene algún que otro santo lugar (como esos Italianos que, desde 1940, siguen, al pie del cañón, explotando la fórmula que a principios de siglo les vio nacer en Venecia, tierra de helados sofisticados, caros y deliciosos).
Me contaba un amigo que vive en el Maresme que, el otro día, él y su familia acudieron a una heladería tradicional del centro de Barcelona en busca de esa sensación incomparable de tomarse el primer helado de la temporada. El matrimonio y sus hijos se acercó al mostrador y, con voz temblorosa de emoción e impaciencia, pidió cuatro cucuruchos. "De vainilla, por supuesto", me decía zanjando cualquier posibilidad de discusión acerca de la clara superioridad de la vainilla sobre otros sabores. Pagaron, salieron y, en medio de la avenida peatonal, se produjo aquel momento de alta intensidad, cuando la lengua entra en contacto con la masa cremosa de helado y, fffzzzz, transmite al cerebro un caudal de información que ríanse ustedes de la fibra óptica. Pero cuál no sería su sorpresa cuando mi amigo y sus familiares comprobaron que nada era ya lo mismo y que aquella vainilla que, año tras año, tanto les había fascinado -y que justificaba aquella peregrinación primero en solitario, luego en pareja y finalmente en familia- ya no sabía a nada. "¡Estaba congelado por dentro!", me decía lamentándose mi interlocutor, "seguro que era del año pasado y que lo sacaron del congelador".
Personalmente, confieso haber vivido experiencias similares y que me dejaron cicatrices y secuelas. Pero los disgustos y las decepciones se terminaron cuando la empresa Haagen-Dazs (marca lanzada en Nueva York en 1961 y que, actualmente, vende en más de 50 países) aterrizó en Barcelona con neveras rebosantes de tesoros e inauguró su primera sucursal.
"Un cucurucho de vainilla", pedí el primer día que abrieron la tienda. Procuré que no me influyera la discutible decoración del local o la opinable destreza del empleado, no cuestioné los precios y me concentré en el -carpe diem- gran momento. La descarga fue tremenda. En un plis plas, aquella vainilla (de Madagascar, según supe más tarde) me transportó a mi infancia. Me vi saliendo del cine con pantalón corto y comprando el primer helado de la temporada -entonces sólo se podía elegir entre vainilla, fresa y chocolate-. Me vi descubriendo las maravillas de los helados moscovitas. Recordé otra memorable vainilla rumana o un cucurucho doble -vainilla de Madagascar, chocolate belga, mestizaje puro- compartido con la mujer de mi vida en Aix-en-Provence, una ciudad que parece diseñada para comer helados y estar enamorado. Incluso viajé mentalmente a alguna remota reencarnación, formando parte de la expedición inglesa que, a mediados del siglo XVIII, recorrió la península de Kamchatka, en el archipiélago de las Kuriles. Allí observé que una de las tareas de los nativos más jóvenes consistía en subir a las montañas en busca de provisiones de nieve para, luego, zampársela junto a sus novias como si del más rico bombón helado se tratara. Desde aquel momento me convertí en un devoto de Haagen-Dasz. Y aunque, a veces, para saber cómo trabaja la competencia, me gusta probar la interesante oferta de la cadena Dino o la -no caeré en la tentación de hacer comparaciones para no herir susceptibilidades- de Farggi, siempre regreso a este clásico moderno que, en parte, sustituye las prestaciones que cubría la heladería indígena artesanal.
Me siento en un banco, observo durante unos segundos el precario equilibrio de la bola sobre el crujiente cucurucho, espero a que empiece a chorrear y entonces, plop, cierro los ojos, contengo la respiración y procedo a lo que, por respeto a los menores de edad que puedan estar leyéndome, me guardaré muy mucho de describir aquí. Ustedes ya me entienden.
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