Amores que matan
IMANOL ZUBERO
El pasado sábado uno de los cerezos que hay junto a mi casa amaneció con varias de sus ramas quebradas. Pretendiendo alcanzar sus tentadores frutos, alguien decidió que romper las ramas era la opción más rápida y cómoda para acceder a ellos. Era tanto su deseo de probar las cerezas que no tuvo ningún reparo para dañar el árbol que las produce. ¿Hubiera servido de algo explicarle que sin cerezo no hay cerezas que valgan y que su aprecio por los frutos debería llevar aparejado un aprecio similar por el árbol?
Coincidiendo en el tiempo con lo que acabo de contarles, varios de los pinos que componen el conjunto artístico El bosque pintado aparecieron cortados o descortezados. Pasear por el bosque de Oma es (me niego a utilizar el pasado) una experiencia inenarrable. Pocas veces naturaleza y arte han alcanzado la armonía de la conocida obra de Agustín Ibarrola. Pocas voces la magia natural del bosque se habrá visto tan acompañada por la capacidad humana de crear magia. Siendo el vasco un pueblo habitante del bosque (¿basoko? permítanme jugar con el lenguaje) la genial ocurrencia de Ibarrola ha delimitado un espacio espiritual, un recinto sagrado imbuido de una religiosidad ancestral, un particular jardín zen donde volver a sintonizar con los ritmos profundos de la vida. Es probable que quienes han querido destruirlo amen con pasión todo lo que de arquetípico tenga la tradición vasca. Quienes han atentado contra Agustín Ibarrola hiriendo a sus árboles pintados serán, seguro, personas amantes de Euskal Herria, de sus tradiciones y de su cultura, desearán conectar con el pálpito de una comunidad milenaria y apreciarán el precario entorno natural en que ésta se asienta desde hace miles de años. Todo sería muy sencillo si quienes cometen actos como estos fueran tan sólo, como tantas veces se ha dicho, unos descerebrados, unos desalmados, unos bestias sin razón ni corazón. Desgraciadamente las cosas son más complicadas.
Unos días atrás fue la Universidad la que recibió la visita de estos contradictorios sujetos. Una pancarta que proclamaba el lema "Bizitzaren alde. Gora Euskadi" apareció una mañana con la entusiasta reivindicación de la vida rasgada y un torpe añadido que componía el antitético "Gora Euskadi ta Askatasuna", particular forma patria de gritar "viva la muerte". Y por fin: para animar a la solidaridad con la huelga de hambre que mantienen los presos de ETA se ha recurrido a pegar por las paredes una reflexión de Iñaki de Juana Chaos en la que éste se pregunta si el sufrimiento, tras los muros de la prisión, es menos sufrimiento, lamentando amargamente la escasa atención que, en su opinión, reciben las iniciativas de protesta de los presos. Quien, según dicen, celebrara con champán y langostinos alguno de los asesinatos de la organización a la que pertenece se muestra en ese texto seriamente preocupado por la insensibilidad hacia el sufrimiento. De nuevo, sería demasiado fácil recurrir al cinismo o a la enfermedad mental como explicación de tan paradójico comportamiento. El hecho es que hay amores que matan. Amores que alimentan el odio y provocan el dolor y la muerte. Amores enfermos. Son amores que miniaturizan la comunidad, amores que jibarizan los afectos hasta volverse antibióticos. Hipersensibilizados con el sufrimiento propio, los afectados por esta perversa forma de amor se vuelven insensibles hacia el sufrimiento ajeno.
En medio de todo esto he recordado el final de la película Blade Runner, cuando el replicante Batty, tras su desesperada búsqueda de una forma de aumentar su tiempo de existencia, salva la vida de Deckard, el cazador de replicantes, unos segundos antes de morir: "No sé por qué me salvó la vida, reflexiona Deckard. Quizá en esos últimos momentos amaba la vida más de lo que la había amado nunca. No sólo su vida: la vida de todos. Mi vida". La vida de todos.
En fin, ya ven que estoy un tanto disperso. Del cerezo al bosque de Oma hay un largo trayecto, mayor aún si pasamos por la película de Ridley Scott. ¿O no?
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