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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Los ejecutados de Bush

La pena de muerte es un acto inmoral en sí, que, además, una vez ejecutada, no tiene vuelta atrás ni corrección posible. El gobernador de Tejas, George Bush, candidato republicano a la Casa Blanca, está en otra onda de razonamientos y poco parece importarle este tipo de consideraciones o la polémica levantada por la reciente ejecución de Gary Graham en la prisión de Huntsville. Casi dos décadas después del asesinato por el que se le acusó a los 17 años de edad, Graham recibió una inyección letal, pese a todas las dudas que se cernían sobre su caso, pues fue condenado sin prueba material alguna, por la declaración de un solo testigo que dice que le reconoció a una cierta distancia. Bush no movió un dedo para aplazar o conmutar la ejecución.Tampoco lo ha hecho en las 134 anteriores que se han producido en Tejas -el Estado que acumula una tercera parte de la aplicación de condenas a muerte en EE UU- desde que llegara a gobernador hace poco más de cinco años. La de Graham ha sido la tercera en dos semanas, y están previstas otras 15 de aquí a las elecciones presidenciales de noviembre. Bush, que este mes accedió por vez primera a suspender una ejecución a la espera de una prueba de ADN, sigue creyendo firmemente en la utilidad disuasoria de la pena capital, pese a que nada avale la tesis de que aplicarla impida otros crímenes o contribuya a salvar vidas.

No hay muchas diferencias sobre este tema crucial entre los aspirantes a la Casa Blanca. El vicepresidente demócrata Al Gore no sólo defiende abiertamente la pena de muerte, sino que se acaba de permitir declarar que "para ser honestos, en este debate hay que reconocer que siempre va a haber un pequeño número de errores". Ni a él ni a Bush les faltarían datos para poner en tela de juicio estas convicciones. Abundan. El gobernador republicano de Illinois, George Ryan, anunció en enero una moratoria sobre las ejecuciones -la pena de muerte depende esencialmente de los Estados federados en EE UU- después de saberse que 13 condenados a la pena capital habían sido posteriormente exonerados de culpabilidad. Estos casos y la ejecución de Graham han conseguido al menos que la polémica sobre la pena de muerte irrumpiera en la campaña electoral, de la mano de alguna prensa responsable o de la influyente jerarquía católica. Todavía un 65% de los estadounidenses son partidarios de la pena de muerte, pero en tiempos de Ronald Reagan lo era el 80%.

El debate sobre la última pena, reinstaurada en 1973 en 23 de los 50 Estados de la federación, no debería girar sobre su eficacia o los errores judiciales, sino sobre el rechazo por principio de un castigo tan cruel como moralmente equivocado en un país que se considera una democracia avanzada, pero que vive con esta vergüenza. Claro que es también parte de un concepto peculiar del orden público que mantiene en EEUU a dos millones de personas en las cárceles, y hasta casi seis (un 3% de la población adulta) si se suman los que están en libertad provisional. Son niveles sólo comparables a los de Rusia. Pero incluso Rusia ha dejado en suspenso la aplicación de la pena capital.

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