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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El amor en el tiempo de los dinosauros (y 5)

El amor en el tiempo de los dinosauriosA las cinco de la tarde, el cielo tendió a cerrarse, una luz extraordinaria abatió el atardecer por unos meros instantes, como un hechizo retorcido, y luego se escondió coqueta. Cuando el firmamento se puso oscuro, una brisa errante los sacudió perturbadora. Un cierto misterio se instaló en el aire. Y un cierto frío. La inquietud bajó del ciclo hacia todo el territorio, dejándolos mudos por un momento largo. Faltaba media hora para efectuar el recuento de los votos cuando un personaje felino, calvo y grandote, cruzó el jardín y se acercó al señorito de la camisa celeste. Le habló al oído, mientras Pedro Ángel Reyes se concentraba en la imagen de una niña pequeña que jugaba con cara bobalicona en un pedazo de pasto seco, como si una mano celeste le hubiese robado todo verdor. El grandote con paso felino no demoró más de tres minutos, uno, dos, tres, eso fue todo. Y cuando abandonó el local, un halo de presagios cruzó el ambiente.Pasó una media hora errática, corta y larga a la vez, en que los abanderados de cada lista se sumían en diversas preocupaciones. Entonces clausuraron la urna y comenzaron los recuentos, voto a voto, verso a verso, Pedro Ángel Reyes pareció despertar de su aparente letargo y despreocupación, lo que sucedía allí en la mesa de votación no debía estar sucediendo, el escrutinio se arrancaba de toda razón. Mientras miraba fijo los números y las sumas, congelado, con un miedo extraño secándole la garganta, recordó a ese locutor tan popular, Nino Canun, el que había acusado por la radio a su presidente municipal, el muy cabrón, aprovechando la impunidad de su voz mediada por el satélite, denunciaba al alcalde de ser un ratero. ¡Un ratero! Y como si fuera poco, con sorna, se burló, el único ranking en que el presidente municipal podría competir sería en el de ratería porque, sin duda, lo ganaba. Cuando osó comentárselo a su jefe, le pidió tímidamente que se lo explicara. Con paciencia, el jefe le dio una clase magistral de lo que era la política, de por qué se hablaba mal de quienes hacían el bien, y después de eso, cerraron pacto. Ratero.

La lista de Pedro Ángel Reyes perdió. La lista del señorito ganó. Bueno, qué nos extraña, espetó un señor de bigotón a lo Pancho Villa, si tenemos a todos estos ricachones de Interlomas en el municipio. Pero esos ricos son la minoría, le respondió el poeta Ginsberg, Huixquilucan es un municipio pobre por definición. Bueno, los consoló reflexivo el falso Pancho Villa, no se inquieten, nosotros, los mexiquenses, podemos votar mal, pero no así el resto de los mexicanos, sólo en este rincón del Estado de México se ha incubado el veneno de la incomprensión, de la falta de agradecimiento; el país, lo que es el país, es otra cosa.

Convencido de que su experiencia era una excepción, al terminar todo el proceso Pedro Ángel Reyes reúne sus cosas para partir. Irá a la sede del partido a levantarse el ánimo, a contar cómo en su casilla se han equivocado, cómo precisamente el lugar en que él trabajó resultó un punto aislado en la elección; qué mala suerte, justo en su casilla. Entonces, el señorito de los vaqueros, más arrogante que nunca y excesivamente jubiloso, se levantó de la mesa, tomó su chamarra, casi escondida entre otros enseres. Y de pronto Pedro Ángel Reyes rescata un recuerdo, piensa que viene de muy atrás, hace mucho tiempo; pero no, era de aquella mañana, una chamarra amarilla. La estela amarilla de la moto, el motorista en la calle vacía y el gato arrollado, el gato dando los últimos aullidos, el cadáver del gato yaciendo con liviandad en el suelo al lado del árbol, descansando en paz, su sepultura.

Camina Pedro Ángel Reyes por las calles de la ciudad, vacías aún, la gente está encerrada, quizá asustada; sólo a las ocho de la noche se entregarán los primeros resultados oficiales; antes de ello, nada es verdad, nada es válido, una pinche casilla no significa nada, aunque el municipio contaba con ganarla. Me gustaría pasar por mi casa, arreglarme un poco para la fiesta, ver un rato de televisión para husmear el ambiente en que vive el país a estas horas, echarme un poco de colonia, reponerme de este día, sí, tenderme unos minutitos antes de ir al encuentro con la güera. Pero no resistía encontrarse con Carmen Garza, conversar con ella, fingir que todo es normal cuando esta noche él no llegará a dormir y mañana el abandono será inminente. Y menos que nada, enterarla del fracaso de su casilla; ella lo va a esgrimir como una razón más para humillarlo, como si fuese su culpa, como si porque él estaba allí hubiesen perdido. Pero faltan sólo dos cuadras, qué tentación, total, es fácil saber si ella está o no en casa, pasaré a ver, quién sabe. Camina un poco y verifica contento que su hogar está vacío.

Se saca la ropa que lo ahoga a esta hora, se tiende en el lecho conyugal y con el nuevo control remoto enciende la TV buscando la mejor programación, Televisa o Televisión Azteca o Eco; qué hermosura su nuevo y lustroso televisor, ya no recuerda cuántas letras firmó para adquirirlo; no importa, es bello y grande y cuadrado, aunque demore dos años en pagarlo, ya me subirán el sueldo. Y así, se hundió en un sueño profundo.

Lo despertó una sensación de angustia. Con la boca pastosa y la garganta seca y la camisa arrugada y el cuerpo cortado, mira hacia el reloj despertador en la mesilla de noche: las diez. ¡Las diez y las diez, carajo! Se viste apresurado, olvida la colonia refrescante, ni los dientes se enjuaga, al menos veinte minutos para llegar a la sede del partido. ¿Cómo mierda se durmió así?

Cuando baja del camión sueña con oír los compases de la música ranchera o el himno del partido desde la cuadra de distancia de donde se encuentra la sede, o si no es música, al menos las consignas de sus compañeros, los gritos, pero la noche es el silencio mismo. Avanzando hacia el local, recién comprende el hambre que lo atenaza, sólo un buen desayuno al amanecer y por todo alimento una torta a la hora de la comida.

En la víspera fue testigo de cómo organizaban los manjares para esta noche, ya no falta nada, la güerita estará esperándolo con un buen plato preparado para él. Lástima lo de 1a ley seca, le habría apetecido una cerveza. Una victoria, la que sólo se encuentra en México, según la tele.

Están cerrando el local. En grandes bolsas plásticas almacenan la comida intocada mientras los últimos militantes que parten se llevan otras repletas. Las sillas vacías. Las banderas sobre los lienzos gimen solitarias. Los afiches con la fotografía del candidato como una isla donde sólo cabe naufragar. Todo el lugar, un misterio cargado de muerto. La noche cayó de un estrépito. Los pocos compañeros que levantaban el local lo instaron a partir y Pedro Ángel Reyes obedeció desganado. Divagó por los barrios sin destino. En la cara de la luna vio la chamarra arnarilla. En la tensión de la noche vio el rostro del fin.

Dos horas más tarde vuelve a su casa muy cansado, ha caminado por cualquier calle dejando en cada piedra su paso derrotado. Abre la puerta y piensa que a esa hora incluso el regazo de Carmen Garza lo sosegaría. Un inusitado desorden lo arranca de sus lúgubres cavilaciones. El televisor nuevo. No lo ve. El armario abierto está desocupado. Sobre la cama divisa un papel blanco, se aproxima y reconoce en él la firma de Carmen Garza. En un abrir y cerrar de ojos comprende la magnitud de lo sucedido. Y en en el único gesto digno de aquel domingo 2 de julio, arruga el papel sin leerlo y se tiende en la cama a llorar.

Marcela Serrano es chilena. Su último libro es Nuestra Señora de la Soledad (Alfaguara). El próximo lunes, Un cuento de encargo, de Julio Llamazares.

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