Boris o'clock Terenci Moix
En cierta, lejana ocasión, me preguntó Carmen Balcells: "Oye, ¿y a ti quién te ha inventado?". "Pues sólo yo mismo, madama", contesté, una pizca altanero. Porque es cierto que en este invento no intervino ni mi madre ni mi padre ni perrito que les ladre. Que una cosa es engendrar y parir y otra llegar al invento si no intervienen los dioses de Egipto y la ópera de Verdi; Henry James y El último cuplé; Aristóteles y doña Juana Reina; Dante Alighieri y la Metro Goldwyn Mayer.Boris Izaguirre, a quien quiero, llega desde un conglomerado parecido, con la lógica diferencia de edad, pues él nació la noche en que Cole Porter estrenaba Nymph Errant y un servidor mucho antes, concretamente la tarde en que los alejandrinos celebraban el sexto cumpleaños del infortunado niño Cesarión ("sangre de César y de Cleopatra, nada menos", exclamó Cavafis, admirado). Y por lo del saltar de un lado a otro, de un aperitivo a un postricino, de Daoiz a Velarde, no hay edad que nos abarque ni tiempo que defina nuestros gustos. En cuanto a los años, "no hay taco de almanaque que lo pueda demostrar", cual reza la copla de Pastora.
A Boris siempre le echaremos más edad de la que tiene, porque ayudó a Sydney Guilaroff en la ímproba labor de hacerle los tirabuzones a Greer Garson para La dinastía de los Forsyte, fue aprendiz de Travis Banton cuando le cosía los trajes a Marlene para Devil is a woman -así salió aquella peineta diabólica: fue un momentazo Boris- y porque fue él, y sólo él, quien aconsejó a Claudette Colbert que no mostrase jamás la mejilla izquierda (por eso decían que la mejilla de Claudette era la otra cara de la luna, porque nadie la vio). Curiosamente, o acaso por un factor de magnífico mestizaje cultural, tal despliegue de sofisticaciones no impide a Boris malgastarse en los fastos del cutrerío -¡esa incomprensible tolerancia para con el sub-fenómeno Ana Obregón !- ni celebrar el lado ligeramente absurdo de nombres excelsos, casi imposibles, como por ejemplo Gianna Maria Canale y Eleanora Rossi Drago. Aunque eran mejor las del cine mudo italiano: Italia Almirante Manzini, Gianna Terribili González o Rina di Liguoro. Lamentablemente hoy en día nadie tiene cojones para llamarse así. Ni siquiera para ponerse Manon de Vargnes, que era como se llamaba Hedy Lamarr en Lady of the Tropics (no la busquéis: super-inédita en España e inencontrable en el resto del mundo). La magia de algunos nombres ha pervivido como por milagro en el territorio gay -recuerdo a un cubano llamado Chelo de las Demoiselles de Rochefort-, pero uno suspira por los nombres que jalonaron la vida de Cole Porter, nombres como condesa Edith de Zoppola, princesa Jane de San Faustino, el duque de Verdura (sic)... Y no olvidemos a Marion Parsonette, autora de la novelita en la que se inspiró la inmortal Laura. Todavía hubo en el Centro Cultural Francés de Alejandría un director con nombre lleno de la magia de ayer: Olivier Pievre d'Arvor. Ahí es nada.
Tiene que ser duro para Boris verse obligado a lidiar con alguien que se llama Carmela Ordóñez. ¡Ay, si por lo menos se llamase Merle d'Ordoñoise, cambiaría mi apreciación del petardeo indígena!
Todas esas meditaciones me atrapan cuando le estoy poniendo un cirio a San Sebastián -¡síiii, a él, a él!- para que desparrame sus bendiciones sobre Boris en el programa propio que está preparando. Y mientras me abro paso entre un grupo de mariquitas coreanas que se dedican a magrear los redondeados muslos del santo mártir, se me ocurre que si Boris ha de cambiarse el nombre sólo puede llamarse Fanta Izaguirre. Porque así podremos decir con toda lógica que, con él, "da gusto tener sed".
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