En el cumplenúmeros de 'L'Avenç'
Hace pocos años, un historiador aburrido se contempló por la mañana en el espejo, se puso a pensar, llegó a conclusiones y por la tarde escribió que todos los historiadores eran aburridos.Por aquel tiempo -y en los años siguientes hasta el día de hoy-, las encuestas indicaban que los temas de historia tenían su éxito, las biografías eran lo más comercial que había en casa del librero, los canales públicos y privados de televisión empezaron, poco a poco, a ocuparse, bien o mal, de temas de historia, se construyeron edificios públicos con el fin de cumplir con la necesidad historicista, y en la prensa diaria buenos periodistas escrutaban fuentes diversas para explicar históricamente acontecimientos actuales (los malos competían en retórica y a codazos para contar la dimensión social de la siniestrada Lady Di).
El consumo de historia jamás dependió del aburrimiento, sino de su utilidad. La creación de L'Avenç, revista de historia que ahora, a sus 23 años, cumple 250 números, correspondió a una sociedad, la catalana, que en pleno y áspero tránsito al régimen democrático y a la posibilidad de estructurar una identidad a la que no había renunciado desde los años republicanos, ansiaba saber cosas de ella misma. Lo que no se había aprendido en la escuela se aprendió rápida y compulsivamente -bien, a medias, o mal- en asociaciones de todo tipo, podían ser de vecinos, excursionistas o de recreo en general.
Una charla sobre historia (preferentemente contemporánea) tenía casi siempre asegurado el éxito de público. Entre otras cosas porque había oradores, historiadores e historiadoras muy jóvenes, recién salidos del aula y con una vocación divulgativa absoluta, dispuestos a acudir a cualquier parte a contar cosas de historia, temas grandes o pequeños, lo mismo daba.
De todo eso surgió L'Avenç, impulsado por un núcleo de muy jóvenes historiadores: Leandre Colomer, Ferran Mascarell, Fèlix Manito y Carmen Isasa; ellos fueron los exponentes ejecutivos de una atmósfera, de un ambiente universitario convencido de que lo único con sentido era la divulgación del conocimiento histórico. En el entorno historiográfico joven de aquel momento mágico todos estaban vinculados a la revista. Algunos, como autores primerizos tímidos y ocasionales, la inmensa mayoría como lectores y propagandistas. El destinatario, el público, tenía hambre de cultura histórica.
Eso es lo que cambió; me refiero a la hambruna cultural. En parte, porque aquella inflación coyuntural había satisfecho algunas necesidades aunque fuese al nivel de mínimos. En parte, porque el conocimiento histórico propio empezaba a penetrar con normalidad y altura en la escuela pública; en buena medida muchos de aquellos historiadores vinculados al mundo del que había surgido L'Avenç accedían a los distintos niveles de la docencia del país generando cambios importantes en la enseñanza de la historia.
Pero en algo más hubo cambios.
Mediados los ochenta y hasta hoy, triunfó globalmente la metáfora de Huxley, el siniestro Orwell siempre estuvo equivocado. La consigna consistió en "divertirse hasta morir", según argumentó Neil Postman en su magnífico ensayo del mismo nombre, publicado precisamente en el emblemático año 1984: Orwell temía un mundo ocultador de información, Huxley auguraba que nos darían tales cantidades de la misma que acabaríamos reducidos al desconcierto y la pasividad -y probablemente al egoísmo-. Orwell temía que en el futuro se nos escondiera la verdad; Huxley vaticinó que la verdad, lejos de ser ocultada, se ahogaría en un océano de irrelevancia. Orwell temió un futuro de cultura cautiva. Huxley describió un futuro de cultura trivial. Nadie debería prohibir lecturas porque pocos desearían acceder a ellas.
Oí decir a un veterano sindicalista que no le preocupaba demasiado la despolitización, sino más bien la desculturización, el resto vendría por añadidura. Ese es el asunto. La antigua y eficaz convicción popular según la cual el conocimiento cultural era fuente de fortaleza, o sea lo único que puede sacar de la mierda y delpozo a cualquiera que no sea hijo de papá, se fue disolviendo y dejó de ser dominante a favor de las tesis que apostaban por lo efímero, veloz y banal, camuflado en disfraces retóricos pos-cualquier cosa (fue en ese punto que nuestro preocupado historiador aburrido se lanzó al cesto de los papeles y allí sigue encastillado y altivo, amargadísimo en su culpa de aburrido, nadie le hace caso). En ese contexto, L'Avenç bajó en ventas. ¿Qué hay de extraño en ello? No descendió por ser editado en una lengua con poco espacio vital, sino porque en el mundo de Huxley no se necesitan preguntas históricas porque no es imprescindible comprender nada.
L'Avenç siguió apareciendo, con sus más y con sus menos, a veces -no muchas- mecido en la nueva ola de la nueva moda, algunas otras enquistado en temáticas oscuras y lejanas, pero aparecía. Fueron y son años de tedio. El gran activo de la revista fue y sigue siendo su presencia. Hoy, la proposición de temáticas reales y sólidas conectadas con intereses palpables parece que vuelve al índice de la revista, número a número. O sea que existe, está. No creo que sea como acto de resistencia a nada, sino más bien como la afirmación natural de que siempre hay quien quiere indagar y comprender y contribuir a que otros comprendan, porque a pesar de la inmensa felicidad universal que nos ampara, las preguntas y dudas existen y en el público hay quien se interesa por ellas. Es así de sencillo. ¿Su presencia es un emblema? No, es un contenido. Quien quiera usarlo que acuda a él, y que ningún historiador se obsesione en ser divertido, basta con que mire a su entorno -como prentende hacer hoy L'Avenç- y transmita su mirada sobre la historia a quien desee recibirla.
Ricard Vinyes es historiador.
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