Un club que devora a sus héroes
Más allá de lo poco convincentes que hayan resultado las explicaciones de Kiko, del tufo a pataleta caprichosa que pueden destilar sus repentinos deseos de fuga o de la cara de sorpresa que tengan derecho a ponerle al caso los actuales dueños del Atlético, resulta inexplicable y desesperante la costumbre de quemar a sus símbolos que ha cogido este club en los últimos tiempos. No hay manera de que un futbolista bandera, y Kiko es de los que con más derecho pueden colgarse de la solapa dicha condición, acabe sus días deportivos de una manera digna; no hay forma de que el Calderón le abra una puerta grande a sus emblemas. Para empezar, Kiko no debería querer irse del Atlético. O sea, ningún gestor agradecido debería haberle permitido llegar a este punto de insatisfacción, dejar que se invirtiera en un par de días una fidelidad tan extrema como la que demostró el jugador este verano -renunciar al sueldo millonario como autocondena por el descenso-. Por ahí cuesta creer que detrás del malestar del jerezano estén simplemente esas dos jornadas de banquillo. En todo caso, lo que un club como el Atlético no puede consentirse con sus leyendas es un final tan cutre, con viajes sin permiso y controles médicos clandestinos mendigando equipo.
Como futbolista, el Kiko de ahora se parece muy poco al Kiko que fue. Y hasta necesita ciertamente calentar banquillo. Pero Kiko es un símbolo, el último sentimiento al que agarrarse que le queda a una afición tan castigada como la del Atlético, un ídolo con más valor que el puramente futbolístico. Kiko debería saber asumir su decadencia, sí, pero su palmarés también le autoriza a reclamar otro trato y otro final. Como el que merecieron y no tuvieron Arteche, Futre, Caminero, Simeone y tantos otros. Pero ya se sabe que en esta casa no hay héroe al que le dejen terminar como tal. Tampoco a Kikogol.
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