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NECROLÓGICAS

Juan Tomás de Salas o la pasión de vivir

Ante el terrible misterio de la muerte, todos los seres humanos somos iguales, tenemos los mismos sentimientos y utilizamos las mismas palabras, que se repiten una y otra vez hasta parecer tópicas, por muy del fondo del alma que nos salgan.Siempre que nos es arrebatado un ser querido se produce el mismo tropel de emociones tumultuosas. Supongo que la primera y más fuerte es el dolor sin adjetivos ni matices. Pero, junto a él, la incomprensión, el estupor, la impotencia y la ira. La incomprensión del porqué. El estupor de la desaparición: estaba y ya no está. La impotencia: ¿cómo ha sido esto posible? ¿Cómo puedo no verle nunca más? La ira contra la injusticia: ¿por qué él? ¿Por qué ahora?

En el caso de Juan Tomás, estos sentimientos, que se confunden con el dolor y secan las lágrimas pero llaman al grito, son especialmente intensos. Y es que si yo siento rabia, Juan estaba furioso, mucho más furioso que triste o dolorido, de tener que morir.

Juan era la antítesis de la muerte: era vida, humanidad en su grado máximo. Todo su ser irradiaba potencia vital, su cuerpo alto y fuerte, sus brillantes ojos tan intensamente azules, su piel atezada por todos los soles y todos los vientos. Aquel exceso de pelo rebelde y oscuro: su larga cabellera y su barba de capitán Hadock, que sacrificaba sólo cuando pensaba que era necesario, pero a las que volvía enseguida porque eran él. Su risa homérica, invasiva, y su hermosa voz convincente, un poco bronca, que perdimos tan pronto sin remedio.

Juan se comía la vida a grandes y alegres bocados voraces: comía, bebía y fumaba con ansia, con deleite, con todos sus sentidos concentrados en el placer inmediato e insustituible. Hablaba, discutía, convencía y entusiasmaba interminablemente hasta amaneceres exhaustos. A veces intentaba tirar de sus propias riendas para ponerse freno, pero todo él se encabritaba y piafaba hasta romperlas.

Juan fue pasionalmente valiente y luchador hasta el último suspiro. Trató a su enfermedad con la misma intensidad que ponía en todas sus empresas y con la misma secuencia. Primero la adoptó y la hizo suya, trató de mimarla y convencerla para que no le hiciera daño. Luego le suplicó y, por último, ante la injusta e incomprensible testarudez del mal, luchó denodadamente contra él con todas sus fuerzas, con todos sus recursos, buscando más y más para destruirla y ganarle la partida y al final la odió, sin contemplaciones, odiando hasta su propio cuerpo traicionero y poseído. Todo él era pasión y combatividad. Y sus pasiones eran para siempre; tuvo una sola pasión amorosa: Bárbara, su mujer, y tan incombustibles y casi igual de amorosas fueron sus otras pasiones: la libertad, la justicia, la verdad.

Por ellas luchó desde su juventud, poniendo en cada empeño toda su humanidad ardiente. Primero, en el más romántico y menos apoyado de los movimientos políticos contra el franquismo, pero también contra cualquier dictadura, contra cualquier atentado a la libertad y a la justicia, viniera de donde viniera, sin distinciones por ideas hechas, por izquierdismos u otros ismos de moda. Después de su exilio, lleno de frutos, se lanzó sin paracaídas a luchar con la palabra. Por la terrible y desolada estepa de la prensa española, a la lucha con dieciséis de los suyos, polvo, sudor y sangre, Juan cabalga.

Jamás renunció a sus principios, ni por un instante, ni por una coyuntura ni por una oportunidad. Jamás ni una palabra ni una línea suya hicieron una concesión. Y siempre supo, de forma casi instintiva, es más, casi visceral, dónde estaban esos principios. Jamás la hojarasca le confundió, ningún oportunismo, ninguna consideración espuria domeñó, ni siquiera modificó, la pureza diamantina de sus convicciones.

Vivió muchas cosas más con la misma pasión: se enamoró de países, de paisajes, de casas y, ¡ay!, de personas. Y cuando las personas le fallaron, le desilusionaron, le traicionaron, como suelen hacer las personas; Juan fue incapaz de sentimientos blandos o mezquinos, como el rencor, la envidia o el desprecio. Vivió grandes sentimientos, tan apasionados, como siempre: la decepción, la rabia, y hasta un odio destructivo no hacia esas personas, sino hacia sí mismo por haberse equivocado, por su amor maltrecho.

Su pasión, su irresistible encanto, arrastraba a todos los que le rodeaban a sus proyectos, les infundía su arrojo, su entusiasmo y la seguridad de estar en lo cierto, la confianza de superar todos los obstáculos, porque si la causa era la justa, nada podía impedir que se siguiera, persiguiera y ganara.

Era también su temperamento vital y apasionado el que le impulsaba a una generosidad sin límite y sin cálculo.

Hubo una época, en los momentos de máximo esplendor del Grupo 16, cuando Juan y los suyos se comían el mundo entero, en que las redacciones de las revistas y del periódico se convirtieron en el convento de los arrecogíos y, sobre todo, de las arrecogías. Allí, en su gran regazo acogedor, se refugiaban todos los perros y gatos perdidos, todos los que estaban en crisis de dinero o de afectos. Allí todos alcanzaban o recuperaban la autoestima y la fe en sí mismos, porque Juan creía siempre en la valía, en la creatividad, en la originalidad de todos, y daba su oportunidad a todos. Algunos fueron luego grandes periodistas y alcanzaron el éxito y la fama, otros nos fuimos por otros derroteros.

Pero todos los que estuvimos junto a él, por poco o mucho tiempo, hemos aprendido el valor de la autenticidad y de las creencias y, sobre todo, él nos enseñó que no hay nada más importante que la libertad.

Juan no equivocó nunca sus principios ni sus luchas ni sus causas, pero quizás equivocó alguna vez sus métodos. No era fácil para su excesivo corazón, perpetuamente enamorado, idear estrategias y astucias. Y pudo entregarse, con la misma pasión con que defendía sus incuestionables verdades, a defender errores tácticos.

Juan, ciudadano Kane; Juan, creador de la primera prensa libre e independiente de este país; Juan, creador -de la nada y contra viento y marea- del grupo editorial con que se hizo nuestra reciente historia; Juan, cuyos editoriales eran perseguidos, seguidos, leídos y releídos, discutidos y ensalzados cuando nadie osaba aún decir nada; Juan, con todos y contra todos; Juan, único e irremplazable.

Queda tanto de él en los hombres y mujeres de nuestra generación que sé que para nosotros no desaparecerá nunca. Pero hay jóvenes que nada o casi nada saben de Cambio, ni de Diario, ni de Motor, ni de Historia, y para los que Franco y la transición son agua muy pasada y nuestros vivísimos recuerdos les suenan a lejanos relatos de ancianos, batallas de abuelos. Y, sin embargo, a esos jóvenes les queda una canción.

El último día que estuve en una manifestación contra ETA me rodeaban muchos chicos y chicas que levantaban sus manos hacia el cielo mostrando su blancura. No se sabían muy bien los eslóganes y la mayoría de los gritos no traspasaba más que unas cuantas filas, pero cuando alguien se arrancó a cantar Libertad sin ira, comprobé estupefacta que todos aquellos jóvenes sin pasado, sin historia, que no tenían ni idea de dónde había salido esa canción, se la sabían y la coreaban con entusiasmo y la hacían suya. Aquella vieja canción de aquellos días felices en que todo era una fiesta, cuando todos estrenábamos democracia y Juan la encargó para estrenar Diario 16, es aún la canción que cantan los jóvenes solidarios que siguen clamando por la libertad y la paz.

Y esa canción que simbolizó el momento más triunfal de la vida de Juan Salas vive llenando de esperanza, como entonces, los corazones jóvenes.

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