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La voz rota del sublevado

La polvareda que levantó hace un cuarto de siglo la ira (entonces se dijo que aquella periodista tan vocinglera exageraba, pero ahora parece que se quedó corta) Oriana Fallaci al día siguiente de que machacaran a Pasolini en un vertedero de Ostia, sigue sin aplacarse del todo. Hace, en efecto, un cuarto de siglo que el chapero Pino Pelosi -aún no se sabe, o los más aún no sabemos, si solo o en compañía de otros, si por dictado de su hígado o invitado por quién sabe qué padrinos de quién sabe qué cúpulas- llevó a cabo aquella carnicería, que cerró para siempre el grifo de la elocuencia de uno de los raros artistas iconoclastas, quizás el último de esta especie en Europa, que osó unir de manera indisoluble la energía de sus palabras a la de sus actos y así convirtió la voz armoniosa del poeta en la voz rota del sublevado.El duro repente de Oriana Fallaci no dudó desde la distancia de su refugio de Nueva York en proclamar casi a gritos que la muerte de Pasolini era por fuerza un asesinato político, premonitorio de la muerte de la libertad y la inteligencia en Italia, incluso en el caso de que se tratara de un acto inmotivado y que no implicase personalmente más que al muerto y a su matarife. Y esto fue, sin aparatosidad gestual, lo que calladamente repitió Alberto Moravia, cuando años después del asesinato del poeta vino a concluir lo mismo que anticipó Fallacci al oír la noticia del cuerpo embarrado y aún caliente de su amigo. Pues incluso si aquel suceso es encerrado en el sudario amarillo del sensacionalismo, hay algo suyo, un raro vaho, que empaña el cristal de la lógica y pide su gramo de racionalidad en la ilógica.

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Paradojas

El genio de Pasolini está encerrado en paradojas y su muerte no es una excepción. Hace cinco años, en la conmemoración, todavía alterada, casi con un toque de ira clandestina, de su muerte, brotó en Italia una fiebre de debates sobre lo que el asesinato del poeta tenía de punto más alto de una vieja discordia inagotable, originada en una paradoja irresoluble. La intrusión de su poesía dentro de su muerte persiste hoy en la memoria de Pasolini, un comunista que flageló de manera inmisericorde a los comunistas; un moralista estricto que no obstante defendió las formas libérrimas de la conducta como nadie osó hacerlo en la izquierda de su tiempo; un ateo capaz de representar la fe con la transparencia de un evangelista; un creador de hermosuras que se despidió del cine con la fea escatología de Saló.Lleno de energía intelectual y de un coraje moral y físico ilimitado, Pasolini originó vivificadoras peleas civiles. Su muerte hizo respirar a mucha (quizás a toda) gente con poder en Italia. Un lado indomeñable de su tierra murió con él en el desolado descampado de Ostia que Nanni Moretti indagó pudorosamente en Caro diario. Y su pequeña figura se agiganta a medida que su muerte se aleja.

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