La avería y el viaje
Estábamos el pasado agosto en la Portilla con Marta Satrústegui y contaba Carlos Güell cómo a su tío Juan Antonio, tercer marqués de Comillas, en el verano de 1926 se le paró el Hispano-Suiza cuando ya se aproximaba a la Villa de los Arzobispos procedente de Barcelona. Entonces, el mecánico orilló el automóvil, se enfundó los guantes, abrió el capó y procedió con toda diligencia a examinar la naturaleza del problema. Entre tanto, el marqués aprovechó para estirar las piernas dando un paseo por las inmediaciones, pero al cabo de unos minutos regresó decidido y, mientras se subía al asiento trasero, dijo al operario: "Francisco, interrumpa la avería y continuemos el viaje". La orden fue obedecida sin réplica. Francisco cerró el capó, se sentó en el lugar del conductor, accionó la puesta en marcha y el vehículo se puso en movimiento con toda normalidad. Pudo comprobarse que en lo sucedido no medió invocación alguna a ningún venerable en proceso de canonización y está descartado que Juan Antonio Güell tuviera lo que se dice poderes. Lo más probable, por tanto, es que el Hispano-Suiza hubiera sufrido un calentón y que, una vez enfriado después de aquella parada, estuviera de nuevo en condiciones de seguir adelante.Aquí, en la política de estos últimos meses, se ha producido también un considerable calentón y hace falta alguien con autoridad suficiente para ordenar eso mismo: que se interrumpa la avería y se continúe el viaje hacia el destino elegido. Hace falta, en definitiva, una pausa para enfriar la situación. Se impone una renuncia al regusto de la visceralidad, una apuesta decidida por el análisis inteligente, una disposición favorable de bienvenida a todos los que quieran unirse al repudio de la violencia, un examen crítico para identificar y reconocer los propios errores, una vuelta a la concordia. Eso sí, vacunados de ingenuidades improrrogables y sin hacer a nadie la ofensa de darle un trato propio de los menores de edad. Basta ya de hacer la vista gorda a esos niños consentidos de algunos partidos a los que para no contristarles se les disimulan unas faltas que acaban redundando en penosas tareas impuestas a los demás. Pero si la Constitución se la queda sólo José María Aznar estamos listos.
Han tardado mucho tiempo en disiparse las inercias de las que venimos y aún perduran sus efectos en algunos ámbitos. Es indudable que cuarenta años de franquismo propiciaron muchos errores de percepción óptica mientras ensanchaban el camino hacia la vileza moral del todo vale. Por eso, cuánta frivolidad en las celebraciones y jolgorios cuando la voladura del almirante Carrero; cuánta insolvencia en las gratitudes ofrecidas a quienes apostaban por el empleo de los explosivos como si así se abriera camino al futuro; cuánta amnesia embrutecida hasta ignorar, como la historia nos tiene enseñados, que en política el procedimiento condiciona de modo decisivo, prejuzga, los resultados.
Afortunadamente, la democracia española se abrió paso sin las deudas que, por ejemplo, lastraron a los portugueses a partir del 25 de abril (de 1974) como consecuencia de la iniciativa del Movimiento de las Fuerzas Armadas para terminar con el salazarismo. Aquí, los oficiales de la Unión Militar Democrática fueron unos adelantados de los valores que luego adoptarían las Fuerzas Armadas cuando dejaron de ser los ejércitos de Franco para quedar a las órdenes del poder constitucional. Pero al grueso de la institución castrense le costó asumir el cambio y, mientras tanto, en sus filas prendieron distintos intentos golpistas que por fortuna fueron sofocados.
Dígase también que en la activación del golpismo desempeñó un papel decisivo el terrorismo de ETA, incapaz de apreciar que con la Constitución habían terminado los poderes fácticos. Pero durante demasiados años aquí ha sido muy difícil proclamar que la democracia constitucional, el sistema de libertades públicas de que hoy gozamos, tampoco le debe nada a los etarras de ninguna época, ni a los de la calle Claudio Coello, ni a los de ninguna otra calle ni asamblea. Y en el País Vasco alguien debería reflexionar sobre la clase de porvenir que se abriría si hubiera de pasar por el umbral del reconocimiento a los etarras de los servicios y asesinatos prestados. Menuda Euskadi Una, Grande y Libre resultaría.
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