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Tribuna
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Historia viva

La historia ha cobrado vida en el drama de las elecciones presidenciales estadounidenses, y millones de ciudadanos están aprendiendo cosas de nuestros padres fundadores. Desconfiaban profundamente del exceso de democracia (la respuesta americana a la Revolución Francesa fue el horror, incluso antes del Terror). Esa desconfianza se extendía a la presidencia, y su consecuencia fue el Colegio Electoral, con su expresión indirecta de la voluntad nacional. El Estado era la unidad efectiva de la discusión política. Los candidatos derrotados en un Estado no se podían beneficiar a escala nacional de los votos obtenidos en ese Estado. En 1888, el demócrata Cleveland tuvo más votos populares, pero fue presidente el republicano Harrison: tenía más votos electorales. Si al final Bush gana en Florida y sigue teniendo menos votos populares que Gore, se repetirá la situación. Esto provoca perplejidad y algo de prudente indignación, pero es constitucional: la única forma de evitarlo en el futuro sería modificar la Constitución.El problema reside en otro sitio; es semejante al que se planteó al menos en otras dos elecciones. En 1876, en el Sur, los republicanos, a favor de la Reconstrucción, y los demócratas, decididos a mantener la supremacía blanca, se enfrentaron por los votos de tres Estados del Sur. Los republicanos afirmaban que los demócratas no habían contado los votos negros. El Congreso trasladó el asunto a una comisión (10 congresistas y 5 jueces del Tribunal Supremo) que instaló en la Casa Blanca a los republicanos (Gore Vidal ha descrito este suceso, que marcó el final de la Reconstrucción, en su novela 1876). En 1960, Kennedy obtuvo una estrecha victoria sobre Nixon: ¿fabricó la maquinaria política de Chicago los votos que necesitaba para ganar en Illinois? Nixon, en teoría, se contuvo noblemente de impugnar el voto de Illinois para evitar una crisis constitucional (¿o fue porque los republicanos habían robado votos en el sur de Illinois?) De hecho, durante buena parte de la historia estadounidense, a los pobres, emigrantes, mujeres y negros se les denegó el derecho al voto. Las mujeres lo ganaron en 1919, y los negros, a los que se les había otorgado formalmente en 1863, no lo consiguieron en el Sur hasta 1964, y sólo después de grandes luchas.

El recuento de Florida terminará el 17 de noviembre, cuando se haya contabilizado el último voto por correo. Si ganase Gore, el asunto se quedaría ahí. Si gana Bush, el tema de los votantes de Palm Beach se agudizará. Muchos de ellos insisten en que las papeletas estaban tan mal diseñadas que frustraron su intención de votar por Gore: perforaron el agujero equivocado o entregaron votos nulos. Puede que sean suficientes como para inclinar Florida hacia Gore. (Somos la nación de la alta tecnología, pero también de la inversión mínima en instalaciones públicas; por eso, el equipamiento electoral está obsoleto). La ley de Florida prevé la reparación legal, y un juez podría ordenar a las autoridades locales que se celebrasen otras elecciones. Los jueces suelen ser remisos a intervenir en las elecciones, aunque ya se ha hecho (pero no en una elección presidencial). Ordene lo que ordene un juez, los republicanos se opondrán, y el caso se podría trasladar rápidamente de los tribunales del Estado a los federales y al Tribunal Supremo. Los jueces de EE UU no son ni ideológica ni políticamente neutrales, pero es imposible predecir sus decisiones. El Tribunal Supremo, llegado el caso, podría decir que sólo el Congreso tiene competencia para legislar sobre una "cuestión política". (Es muy improbable que se vuelva a constituir la comisión de 1876, ni nada por el estilo.) Ahora los republicanos han entablado una demanda en los tribunales para paralizar los recuentos en otras áreas de Florida, donde es posible que los votos de Gore se hayan contado mal. La acción ha seguido a su estridente denuncia de los demócratas por apoyar la acción legal en Palm Beach. Quizá esto se vio alentado por el pánico de los demócratas más antiguos, preocupados por la terquedad de Gore. Lo único que se ha pasado por alto, al parecer, es la voluntad de la mayoría de Florida.

Si el Estado fuera incapaz de dar fe de sus resultados, el Colegio Electoral se podría reunir sin electores de Florida. Por el momento, Gore tiene una mayoría de electores, pero esto podría mudarse en un empate. En ese caso, la Constitución contempla que vote la Cámara de Representantes, Estado por Estado. Los republicanos tienen la mayoría en más de la mitad de los Estados en el nuevo Congreso y presumiblemente elegirían a Bush, fuera cual fuera el voto popular.

Los resultados del voto del Colegio Electoral se envían al Congreso y al Senado, que los reciben en una sesión conjunta, y la mayoría republicana podría rehusar recibirlo si Florida faltase. Gore, como vicepresidente, presidiría la sesión de recepción. Es fácil darse cuenta de las posibilidades de que haya un conflicto.

Sin embargo, hay dos complicaciones más. Si los votos siguen estando en litigio cuando haya que nombrar a los electores (dentro de un mes), la legislatura de Florida podría nombrar ella misma a los electores. Los republicanos tienen mayoría en la legislatura. Si Gore mantiene su mayoría nacional, algunos electores de Bush podrían decidir votar por él en algunos Estados. No parece que haya ninguna estipulación constitucional para que el Congreso rechace dicha decisión. Resumiendo, estamos entrando en un terreno sin explorar, tanto desde el punto de vista constitucional como desde el político.

En Estados Unidos hay un equivalente de la Cámara de los Lores británica, nombrada enteramente por ellos mismos. Se compone de políticos semijubilados (y a menudo fracasados), de diversas personalidades públicas y de directores de periódico especialmente convencionales. En muchos temas mantienen un silencio a voces (la pena de muerte y la pobreza, por ejemplo). Ahora instan a voces a Gore a que acepte los resultados de Florida y ordene a los ciudadanos de Palm Beach que no los impugnen. Parecen inclinarse por el consenso, es decir, por su consenso, más que por el conflicto. Quizá teman que nuestra democracia sea demasiado frágil. Lo que no han hecho ha sido decirle a Bush que, si al final no tiene una mayoría popular, debería retirarse. Tal vez el público estadounidense esté lo bastante interesado en una representación auténtica como para hacer caso omiso de sus arrogantes preceptores y apoyar a los indignados votantes de Palm Beach. Por el momento, la nación se está dividiendo según el partido. Y, en esta situación, nada es seguro.

Norman Birnbaum es profesor de Ciencias Sociales en el Centro de Derecho de la Universidad de Georgetown.NORMAN BIRNBAUM

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