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Artificio

Es un secreto a voces por ahí. En Valencia hay un gobierno de nuevos ricos dispuestos a dilapidar fortunas públicas en rutilantes eventos, tan caros como fugaces. Nadie sabe muy bien si tal predisposición obedece a una irrefrenable vocación de hoteleros de la intelectualidad, al designio político de hacerse notar o a una voracidad mediática singularmente febril. Lo seguro es que por detrás no asoma precisamente una sociedad donde el talento y la creatividad hiervan con vigor, ni se aprecian síntomas de fondo de un trabajo continuado y tenaz. Podría decirse que la situación, en algunos sectores, si no en el desánimo, raya en la mediocridad. Tampoco proliferan los mecenas apabullantes ni parece existir una industria privada medianamente convencional. ¿Qué hace, entonces, que un gobierno que promulga normas para no cumplirlas y crea institutos culturales para sumirlos en la inanidad se disponga a gastar cerca de mil millones este año que viene en una Bienal de las Artes de lo más internacional? Está claro que para la Generalitat del PP la cultura no es un laborioso y clásico proceso de acumulación, ni siquiera el simulacro que pretendió una vez la reticente posmodernidad, sino una sucesión de fuegos artificiales donde las artes plásticas hacen de pólvora de rey. Cuando llegue la hora, que llegará, es de esperar que alguien audite los gastos de todo este artificio atolondrado y proceda a evaluar su efectivo rendimiento cultural, aunque sólo sea para que su ejecutora desde una omnipotente dirección general, el consejero que la deja hacer y el presidente que la jalea, sean puestos en su lugar. De momento, supongo que José Sanleón, en la exposición que ahora tiene en Florencia auspiciada por el Consorci de Museus, habrá incluido a Consuelo Ciscar en esa galería doméstica de fantasmas que ha titulado El Juicio Final. En el cielo, por supuesto, como una madona renacentista, o como una cruz.

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