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Columna
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El padre soñado de Marilyn Monroe

Hace ahora un siglo y seis días, el primero de febrero de 1901, nació, en una pequeña granja de las afueras de la Cádiz americana de Ohio, Clark Gable. Cuenta su leyenda que vino al mundo con la punta del pie derecho metida tan dentro del territorio de la buena fortuna, que así de asombrosamente favorables fueron para él las cosas de la vida, pues aquel muchacho granjero, mitad irlandés y mitad alemán, parecía destinado, desde el primer día que metió las narices en el aire, a ser sin esforzarse el hombre más amado por las mujeres del siglo XX, que le nombraron rey absoluto de Hollywood e hicieron de él la estrella masculina por excelencia de la edad dorada del cine, situando su devoción por él incluso por encima del gigante Gary Cooper, que nació tres meses después en otra granja norteña.

Una mirada apresurada hacia atrás, hacia lo que más suena y resuena de cuanto Clark Gable aportó y sigue y seguirá aportando al siglo del cine, corre el peligro de frenarse, y no poder salir de él, dentro del cerco de la brillante escalada de creaciones que, salto a salto, le condujeron, a lo largo de un concienzudo aprendizaje de su oficio en los 39 filmes que hizo entre 1931 y 1939, a la insuperable composición del personaje Rett Butler en Lo que el viento se llevó, con el que se abrió un hueco invulnerable en la memoria de las cosas no perecederas. Y ahí sigue, con su capacidad fascinadora intacta, este elegante y arrollador alarde de solvencia, que sin embargo tiene para Clark Gable, junto a la condición de pasaporte para la inmortalidad, algo de losa que aplasta a otros rasgos y a otros instantes tan vivos, o más, de su obra, que fue mucho más rica y compleja de lo que parece aplastada bajo la luz monocorde del inefable canalla Rett Butler y su cínica y magnética sonrisa de macho burlador y vividor.

Llevado por Frank Capra al prodigio de Sucedió una noche, seis años antes de vestirse con las camisas de seda de Rett Butler, con menos glamour y más estrechuras argumentales, Clark Gable hizo diabluras de ingenio cómico con el filo de esa misma ironía de burlador moderno que poco después flotó majestuosamente en los Mares de China agitados por otro inmenso director, Tay Garnett. Son célebres sus acuerdos silenciosos con la cámara cuando tras ella estaban John Ford, William Wellman, Howard Hawks, Raoul Walsh y Victor Fleming, recios aristócratas de su oficio, que se miraban en la mirada de Gable como en el espejo nostálgico de lo que secretamente les gustaría ver cuando se miraban en el suyo. Rodeaba a Clark Gable por donde iba una campana transparente de veneración por su persona. Fue uno de esos actores cuya generosidad en la pantalla proviene de la que despiden en la vida. De ahí su fuerza de convicción inmediata, su irresistible pegada fotogénica, que desplegó incesantemente hasta el verano de 1960, ante las puertas de la muerte.

Clark Gable se embarcó entonces, dirigido por la violencia socarrona de John Huston, en la desolada travesía de Vidas rebeldes, su película esencial, el más grave y doloroso ejercicio de sinceridad en que se ha visto involucrado nunca un intérprete de su calibre. Desde que era una niña, Marilyn Monroe, una huérfana absoluta, vio en la figura de Clark Gable al padre huido, o tal vez muerto, con que soñaba; y ahora, en la agonía del verano de 1960, también como Clark Gable a las puertas de la muerte, quiso encontrarse con la sombra de ese remoto padre soñado y consumar su amor con él en uno de los idilios más libres, locos y audaces de la historia del cine. Fue un choque incestuoso de imágenes hechas con frágil celuloide de seda, un grito susurrado a dúo, que elevó definitivamente el recio talento interpretativo de Clark Gable, en un purísimo juego de color cinematográfico primordial, de blanco y negro exactos, por encima de la leyenda dorada de Rett Butler, de cuya losa logró Gable librarse por fin el día 20 de noviembre de 1960, poco antes del estreno de Vidas rebeldes, que fue además de su muerte su nuevo nacimiento.

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