De 'Tireless' a 'Tired', de 'infatigable' a 'cansado'
La política exterior española anda de capa caída. Está cansada y no porque haya librado todas sus batallas ni hayan perdido importancia nuestros intereses en el mundo, sino porque ha perdido el rumbo y la firmeza. ¿Hacer política? En vez de dedicarse a las relaciones internacionales, el actual ministro del ramo se refugia en las relaciones públicas. Lo peor que le puede pasar a un ministro es ceder al nerviosismo que le provocan las críticas de un periódico (a menos de que le hayan pillado con las manos en la masa). O, dicho de otra manera, es muy malo tomar decisiones estimulado por las revelaciones de un diario antes que por un proyecto de política exterior. O, dicho aún de otra manera, convendría que el señor Piqué entendiera que sus antagonistas están en el extranjero, no en este diario.
Si un periódico le señala, por ejemplo, que el vecino ha resuelto en nueve días una crisis similar a la que colea aquí desde hace meses (Portugal tardó aquel tiempo en sacudirse de encima un submarino nuclear británico averiado), el ministro español asegura inmediatamente que nuestro problema es por completo diferente (y, a juzgar por el tiempo que va durando, mucho más complicado, lo que, claro, debe angustiarnos bastante más). No hay quien lo resuelva en una semana ni en un mes ni en dos, se nos asegura. La cuestión es muy compleja, tanto que ni nuestros propios expertos nucleares han comprendido bien su naturaleza. Luego añade, con la sonrisa cansada de quien está harto de explicar axiomas a sus alumnos, que España ha autorizado el encendido del reactor de nuestra patata caliente en el mismísimo puerto de Gibraltar, para dar a entender que es mejor así que en alta mar. A mí, desde luego, no se me alcanza el motivo y sospecho que tanta palabrería es un eufemismo por 'los ingleses no quieren llevarse al Tireless de aquí'.
En los años treinta del siglo XX, a un embajador francés acreditado ante la corte británica, Charles Corbin, se le conocía como 'el embajador de Inglaterra en Londres', tantos eran su entusiasmo por la política y la vida al borde del Támesis y su desprecio por la actuación de su propio Gobierno.
Pues bien, ahora da la penosa sensación de que nuestro Gobierno, como un Corbin cualquiera, se pasa la vida con la boca abierta ante lo que hacen sus amigos ingleses, franceses, americanos, alemanes, en fin, todos, como si deseara fervientemente ser como ellos de mayor. Olvida que la comprensión ante las dificultades de los amigos es excelente como ejercicio solidario, pero que no debe llevarnos a la identificación con ellos si de este modo se perjudican nuestros intereses primordiales. El Gobierno español hace lo contrario: explica las razones de los ingleses cuando en realidad debería ser el Gobierno de Londres el que diera las explicaciones, presentara las excusas y procediera a llevarse el dichoso sumergible.
El problema del Tireless debería haberse convertido en una crisis de primera magnitud entre Madrid y Londres, no en un rigodón de chacotas en el que José María Aznar y su ministro de Exteriores le hacen guiños cómplices a sus homólogos británicos sugiriendo que los españoles somos una pandilla de histéricos alarmistas. ¿Y ellos qué saben de lo que puede hacer un reactor averiado? Saben más o menos lo mismo que lo que pasa con las vacas locas, es decir, lo mismo que los ingleses. No tienen ni idea. Los portugueses, tampoco, y ya ven lo que tardaron en sacudirse el problema de encima. Por si las moscas.
A lo mejor, en lugar de sentirse impotentes e irritados y arriesgar el servilismo, deberían nuestros líderes leer más a John Le Carré, su última novela, para comprender el nivel de competencia del Foreign Office y evitar que les impresionara tanto. Como funcionarios, no son mucho mejores que los nuestros; sólo hablan bien inglés. Nuestra frustración sería menor, y la capacidad de reacción frente a Londres, mayor.
Nuestro Ministerio de Exteriores es por completo incapaz de idear acciones y reacciones frente a las de otros países: ha dejado de ser prudente para convertirse en pusilánime. Basta citar un caso, el de la ampliación de la base de Rota, firmado con nocturnidad y después dado a tragar a la población como el aceite de ricino, con cuchara y en una botella vistosa. Al menos en la anterior ocasión, el negociador español intentó conseguir ventajas de Estados Unidos, aunque lo único que obtuvo fueron siniestras acusaciones de sometimiento a Moscú por atreverse a desafiar a nuestro gran amigo.
Tomemos el dichoso tema de Gibraltar. A falta de lo único que verdaderamente resultaría satisfactorio (que pudiéramos cortar el istmo, soltarle las amarras a la roca y hacer que flotara por el Mediterráneo rumbo al Líbano), el Gobierno español ha hecho exhibición de una escandalosa falta de proyectos e ideas para resolver la cuestión. En el asunto de Gibraltar no hay al parecer término medio: entreguismo o guerra. Bajarnos los pantalones o ponerlos a ellos de rodillas, a ver si aprenden de una vez. Y como suele ocurrir, los que sacan ventaja del castigo o de la confusión son los locales: telefonía sin IVA, contrabando de tabaco y drogas, blanqueo de dinero, bancos off-shore... Gibraltar, se nos asegura, no deberá tener privilegios europeos hasta que acepte reintegrarse en España, la frontera exterior de la UE queda de este lado de la roca, los llanitos han sido expulsados a las tinieblas exteriores.
¿No habrá una vía intermedia para tenérselas tiesas? ¿Otra que no sea el 'si seguimos así las relaciones hispano-británicas no podrán prosperar', especialmente si es mentira que no lo hacen? Claro que sí. Entre todos los socios de la UE hemos promulgado una legislación con la que podríamos aprovechar la circunstancia para doblegar las considerables actividades ventajistas o delictivas de los residentes en Gibraltar. Este continuo pisar baldosas para explicar cómo la roca, pese a estar físicamente en Europa, es el Tercer Mundo, esconde miedo e incompetencia. Miedo a tomar iniciativas que nos lleven por un camino sin trazar en el que, desde la planificación profunda, seamos capaces de reaccionar con rapidez y discurrir con ingenio. Incompetencia porque a nadie parece ocurrírsele nada en tan desmoralizado ministerio.
Hasta hubo un tiempo en el que la voz de España contaba para el proceso de paz en Oriente Medio, para la adopción de iniciativas inteligentes. Pero las tornas han cambiado, incluidas las relaciones con Latinoamérica. Recuérdese si no el espectáculo de la última cumbre de jefes de Estado y la pretendida declaración contra el terrorismo que, por la falta de visión y previsión de la diplomacia española, resultó tan descafeinada que produce sonrojo recordar el incidente.
Puede que el problema sea uno de carácter. Es bien cierto que antes había ministros con fuerte personalidad, como Fernando Morán o Francisco Fernández Ordóñez, que, pese a tener un jefe muy absorbente y protagonista como Felipe González, eran capaces de imponer sus criterios (no siempre) y comunicar su entusiasmo e ideología al conjunto de los diplomáticos (a veces con amedrentamiento). Se diría que ahora José María Aznar no deja respirar a nadie, prohíbe las iniciativas y prefiere un tono gris en la acción de Estado. Así le va a la política exterior española. También es cierto que, salvo muy escasas excepciones, se hizo tabla rasa con los embajadores y se los sustituyó con funcionarios cuyo solo mérito era la adhesión inquebrantable (como si los demás fueran peligrosos revolucionarios) y la carencia total de iniciativa.
Pues sí. La acción exterior de España nunca ha sido infatigable en exceso. Lo malo es que ahora se ha quedado simplemente cansada.
Fernando Schwartz es escritor y diplomático.
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