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¿Educar o domesticar?

Fernando Savater

En nuestro país se viene discutiendo mucho últimamente acerca de las humanidades en los planes de enseñanza, por lo cual resulta tanto más chocante la atención casi meramente anecdótica que se ha prestado al ensayito de Peter Sloterdijk Normas para el parque humano (editorial Siruela). De hecho lo más comentado fue el enfrentamiento no sólo ideológico sino también personal entre Habermas y Sloterdijk que provocó, así como las mutuas acusaciones y los remolinos académicos de esta querella. A lo que yo sé, sólo procuraron ir más allá de la trivial cotillería algunas páginas de Revista de Occidente y desde luego el excelente dossier ¿Y si fracasara el humanismo?, publicado en el recién aparecido nº 45 de la revista Archipiélago. Pero sería una verdadera lástima no aprovechar la ocasión brindada por este escrito para profundizar en un debate que trasciende con mucho el tópico de los textos de historia en el bachillerato o el número de horas que deben dedicarse semanalmente al estudio de las letras y las ciencias. Más allá de la opinión que nos merezcan los planteamientos de Sloterdijk, es justo y urgente reconocer que ha puesto el dedo en una llaga que sangra desde mucho antes de que él tuviese la bienaventurada osadía de tocarla.

¿Qué dice Peter Sloterdijk? Comienza recordándonos que hemos llamado humanismo a 'una telecomunicación fundadora de amistades que se realiza por medio del lenguaje escrito. (...) Los pueblos se organizaron a modo de organizaciones alfabetizadas de amistad forzosa, unidas bajo juramento a un canon de lectura vinculante de cada espacio nacional. (...) ¿Qué otra cosa son las naciones modernas sino eficaces ficciones de públicos lectores que, a través de unas mismas lecturas, se han convertido en asociaciones de amigos que congenian?'. La finalidad fundamental de esas lecturas seleccionadas y compartidas era amansar la innata ferocidad humana, socializar humanamente a la bestia de presa cortocircuitando su perenne inclinación hacia la violencia y la sangre. En esta tarea domesticadora, la lectura sosegante de los clásicos siempre ha encontrado adversarios temibles: ayer fue la efervescencia sensorial del circo y del estadio, más tarde el teatro, luego los campos de fútbol, etcétera.

Actualmente vivimos, según Sloterdijk, tiempos posliterarios, es decir, poshumanistas: los libros van siendo sustituidos por los espectáculos audiovisuales, cuyas gratificaciones sensuales -llenas de estruendo y furia- se aproximan más a los contentos del Coliseo que a los del gabinete del bibliófilo. ¿En qué basaremos entonces las normas del urbanizado parque humano? ¿Cómo las transmitiremos y legitimaremos? ¿Habrá que aprender a criar hombres mansos de otro modo, quizá por medios biogenéticos, que configuren ab ovo los rasgos del nuevo arquetipo de humanidad?

En el fondo, la tarea educativa -que Sloterdijk estudia en su teorización inicial por Platón y en el desencanto póstumo heideggeriano- siempre ha pretendido reproducir generacionalmente las pautas reguladoras del autosostenimiento humano. Tal es el proyecto que el siglo XX vio entrar en una crisis que nuestra cultura actual basada en los videojuegos e Internet no ha hecho sino agravar. La cuestión quizá no consiste en cómo salvar contra viento y marea el modelo humanista tradicional sino más bien cómo reinventar lo humano -es decir, una sociabilidad amistosa que repudie mayoritariamente la tentación feroz de la violencia intraespecífica- a partir de un nuevo planteamiento persuasivo, de otra forma de doma de alta escuela...

La provocativa conferencia de Sloterdijk debe ser valorada a partir de las múltiples perspectivas excitantes (en el sentido mejor y en el peor de este adjetivo trepidante) que abre, no desde las obvias objeciones puntuales que se le pueden hacer. La primera de las que se me ocurren es que abundan textos clásicos en nuestra tradición humanista -¡y no de los menores!- cuya eficacia para apaciguar la irascibilidad resulta poco evidente: la Ilíada, la Biblia, Shakespeare... No sin razón fueron puestos en entredicho por educadores ilustrados del exigente siglo dieciocho, como Voltaire. ¿Aseguraríamos sin vacilación que Macbeth amaestra convenientemente a sus espectadores mientras que Reservoir dogs los desboca? Salvando las abismales distancias de calidad estética, ¿dulcifica más el carácter familiarizarse con la cólera de Aquiles que practicar un videojuego? ¿No pueden obtenerse lecciones tan intransigentes y horrendas de La Celestina o La duquesa de Malfi como de ciertas proclamas heterófobas berreadas por los fascistas o incluso como de ciertos demenciales antagonismos deportivos? Quienes no estamos dispuestos a renunciar a tales obras maestras sostendremos que esas consecuencias negativas derivan de una lectura superficial, porque todas ellas encierran una profunda caracterización de lo humano indispensable para cualquier formación auténtica. Pero esta respuesta viene a dar por supuesto algo así como un círculo vicioso, es decir, que hace falta una verdadera educación humanista para obtener lecciones humanistas de muchas obras fundamentales en las que se basa nuestra concepción del humanismo. Si tal es el caso, ¿no cabría también postular que quienes disfrutan de semejante adiestramiento consolidador de la humanidad compartida podrían de igual modo ampliar su disposición a la concordia incluso por medio de partidos de fútbol o películas gore?

Cuando en España se habla de revisar el plan de humanidades en el bachillerato, la cuestión se centra en el temario que debe impartirse en tal o cual asignatura y en evitar que los libros de historia que van a servir como texto escolar contengan tergiversaciones de bulto o incitaciones abiertas a la discordia civil, lo cual incontrovertiblemente ocurre con algunos utilizados en las autonomías de nuestro país. Se sigue aspirando así, al modo clásico, a una 'telecomunicación fundadora de amistad basada en el lenguaje escrito'. Nada que objetar a este bienintencionado proyecto, todo lo contrario. Pero el factor más importante de la educación sigue intacto pese a tales modificaciones; y tampoco se remediarían nuestras deficiencias multiplicando en las aulas los elementos de apoyo audiovisuales o conectando a Internet a todos los bachilleres desde su tierna infancia. Porque el elemento no sólo humanista sino humanizador por excelencia de la transmisión cultural no es el texto, ni la imagen, ni el sonido sino la palabra viva, es decir, el verbo encarnado, hecho hombre (y más frecuentemente, hecho mujer). No los libros, por buenos que sean, no las películas ni la telepatía mecánica (otra cosa no es la famosa 'red'), sino el semejante que se ofrece cuerpo a cuerpo a la devoradora curiosidad juvenil en busca de un alma: ésa es la educación humanista, la que desentraña críticamente en cada mediación escolar (libro, filmación, herramienta comunicativa) lo bueno que hay en lo malo y lo malo que se oculta en lo más excelso. Porque el humanismo no se lee ni se aprende de memoria, sino que se contagia. Y mal pueden contagiar la enfermedad divina quienes no la padecen. Ahí está el verdadero problema.

En el parque humano ('tocan a cierre en los parques de Occidente' citaba Cioran al comienzo de uno de sus últimos libros...) restalla el látigo, pero no es el maestro quien lo empuña. A diferencia del arrogante y atrevido domador, el maestro sabe que debe dejarse devorar para que las fieras inocentes se conviertan en ciudadanos conscientes. Muchos están dispuestos a este sacrificio sobre el que reposa el autosostenimiento de la civilización, pero probablemente no son bastantes. Se sienten solos, desconcertados por un dogmatismo imbécil que celebra el pintoresquismo de lo irreductible y desdeña la racionalidad común. ¿O acaso no hay una racionalidad común? Sea como fuere, los libros ni tienen la culpa ni son la solución.

-Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense.

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