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Agenda política y social

Estamos en una encrucijada.

Mucho se ha hecho en este país en los últimos veinte años y mucho queda por hacer. Hay que hacer cosas distintas. Hay que cambiar mucho para que todo siga yendo bien. Y no todo ha ido tan bien.

Ha ido bien Europa y ha ido bien España.

Europa se encamina hacia la unión de todos los territorios y de todos los pueblos que componen su diversidad. Su diversidad, que es irrenunciable, ha sido también la fuente de las tragedias del siglo XX. La obsesión que una mayoría de europeos comparten hoy es, por consiguiente, la de suturar una a una las heridas históricas y componer un mosaico compatible, eficiente y bello. No volver nunca más a la locura de antaño.

Algunos europeos piensan incluso en una filosofía europea de gobernación compatible con el interés general del mundo. (Narcís Serra ha escrito un interesantísimo trabajo en esta línea: ver CIDOB, nº 2000). Abandonadas las veleidades y pasiones de su juventud, Europa quiere paz para sí y moderación para todos. Paz y moderación incluso en las relaciones con los reinos animal y vegetal; con la naturaleza, no sólo con la historia.

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Sin embargo, Europa ha encendido en el mundo entero en siglos recientes la pasión por el crecimiento y por el artificio, por los artefactos y los procesos que nos ahorran privaciones. Y ahora va a ser muy difícil evitar que otros continentes no cometan nuestros antiguos errores ni caigan en nuestros pecados de juventud. Con el agravante de que esos otros mundos no tienen, como nosotros les tuvimos a ellos, mundos por descubrir y gentes por dominar.

De ahí viene parte de la inmensa amargura que todavía sumerge a los pueblos que llamamos atrasados y que un día fueron superiores.

Pero Europa, si actúa sabiamente, y si navega con sensatez entre la gran potencia norteamericana y el resto del mundo -con prudencia y con audacia, si no, nada-, puede en el siglo XXI devolver al resto de las naciones una buena parte de lo que les debe. Y cobrarse una parte de lo que le deben, que también lo hay; no tanto como creíamos, pero algo.

España está, por fin, en Europa. Y tiene a Europa pasablemente admirada por sus procesos internos de transición del Estado todopoderoso al federalismo, al pacto (foedus) entre sociedad y Estado, entre unos pueblos y otros, entre valores clásicos y modernidad.

Sólo el PP -hoy importante, mañana menos- se empeña en predicar que la España emergente es un espejismo y que cualquier día su pluralidad estallará en un inmenso caos, en un barullo descomunal.

El papel de Cataluña en todo este proceso ha sido positivo y básicamente confiado, a pesar de una oficialidad tendente (lógicamente, si se quiere) a no fiarse de nadie ni de nada. Pero el pasado y el futuro se están cobrando en España algunos rescates difíciles de pagar.

El pasado nos ha dejado la prenda del terrorismo de algunos vascos y el sufrimiento de los demás. Y el futuro, compuesto de una natalidad irrisoria, una juventud alérgica al trabajo físico y una vejez eterna, nos está llevando a aceptar con la razón unas inmigraciones que bastantes no comparten con el sentimiento.

Cataluña ha actuado dignamente en el primero de esos dos escenarios preocupantes en el tablado español.

Hemos llorado con amargura, pero sin explosiones de odio, en Hipercor en 1987 y en los ayuntamientos metropolitanos y en el Paseo de Gracia los últimos días del siglo, nuestra parte del rescate pagado con sangre. Y hemos acompañado siempre (siempre) a nuestros conciudadanos vascos dolientes. No obstante, Catalunya hay una cosa que todavía no ha hecho, si bien se apresta a hacer en un futuro inmediato: compartir lealmente tareas en el puente de mando en el viaje hacia la España plural y reconciliada consigo misma, la España ya dispuesta a saberse adulta, autorresponsable e independiente de todo padrecito que quiera salvarla de peligros que ya no la acechan.

Vamos a hacerlo dibujando (no sólo imaginando) una España vertebrada sobre líneas transversales y diagonales razonables, no una España concebida como el conjunto de puntos a una cierta distancia del centro, siendo éste el punto que la une al resto del mundo. Algo de esto debe haber, pero no sólo esto. El mapa hidrológico nacional hay que rehacerlo siguiendo la nueva cultura del agua, no la antigua. El mapa del AVE y los aeropuertos es decisivo. Ésta es la España real, objetivamente existente en la foto del satélite. Lo demás...

En el otro escenario, el de la inmigración, vamos a jugar fuerte la única carta posible: la de una oferta de integración solvente, sin olvidar las políticas de cupos razonables en la demanda de inmigración y de integración.

Aquella ciudad o Comunidad Autónoma que se desconozca a sí misma hasta el punto de ignorar los barrios presuntamente problemáticos, es decir, aquellos barrios carentes de capacidad de integración en forma de escuelas robustas, espacios públicos dignos, etcétera, aquella comunidad que no esté haciendo todo lo posible por eliminar riesgos y regenerar tejidos urbanos degradados, que son imanes para los inmigrantes sin techo ni derechos, tendrá que declararse étnicamente insolvente y, por tanto, inservible para representar dignamente al país y la sociedad en la obtención de la fraternidad.

Porque de esos barrios nacerán guetos y de esos guetos la violencia. Estamos a tiempo de evitarlo. A tiempo de evitar lo que en Francia y en Alemania ha costado 40 años superar.

Pasqual Maragall es presidente del Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC).

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