14 de abril
Mi abuela materna solía escuchar los discursos de Franco sentada junto al televisor con el puño en alto. Tardé años en comprender el significado de aquel gesto de rebeldía. Pero afortunadamente mi abuela me transmitió la memoria de una etapa republicana donde la historia se dirimió en las calles. Tiempos de esperanzas y de cambios, de una euforia que intentó barrer los vestigios de un pasado tan estéril, época que alumbró el estallido de una generación espléndida, irrepetible en la España del siglo XX. Aquellos relatos se contaban en voz baja, con la prohibición expresa de repetirlos en el colegio, con el aliento del miedo clavado en los huesos y dibujado en los rostros. Nombres entonces susurrados como los de Manuel Azaña, Dolores Ibárruri, Buenaventura Durruti, Francisco Largo Caballero, Victoria Kent o Vicente Rojo se mezclaban con episodios de gentes anónimas, de esos millones de personas que se echaron literalmente a la calle aquella mañana soleada del 14 de abril de 1931. Se iluminaban los verdes ojos de mi abuela cuando recordaba al alegre gentío que en Valencia invadió la antaño bajada de San Francisco, hoy plaza del Ayuntamiento.
Después de la guerra llegó un apagón que pareció interminable de exilios, fusilamientos, represiones y silencio. Sobre todo, silencio. El final del túnel se iluminó otro día de primavera, un 15 de junio de 1977, cuando las urnas se abrieron de nuevo y mi abuela todavía no acababa de creerse que la pesadilla hubiera terminado. Hace apenas unos días, en medio del puente de Semana Santa, algunos debates y actos culturales han recordado el 70º aniversario de la proclamación de la II República. Entretanto, las multitudes se lanzaban enloquecidas en busca de las playas, de los montes y de los aeropuertos. Ritos penitenciales y escapadas masivas han definido, una vez más, la Semana Santa. Quizá el destino de las democracias apunte a un horizonte plano y aburrido. Aunque esa idea nunca se les pasara por la cabeza a aquellos jubilosos republicanos del 14 de abril de 1931.
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