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Columna
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Ruptura nefasta

En el otoño de 1999 se perdió una oportunidad de oro para definir una política de Estado en relación con el problema más importante que tiene planteado la sociedad española, que no es el problema del terrorismo, sino el de la inmigración. El reto del terrorismo puede ser más urgente, pero no es comparable al que supone ya y va a suponer todavía más en el corto y en el medio y largo plazo la integración de una población inmigrante de dimensiones considerables. Con el terrorismo dejaremos de tener que enfrentarnos en algún momento en un futuro difícilmente determinable, pero dejaremos de tener que enfrentarnos, con la integración de la población inmigrante no.

Quiero decir que, de la misma manera que nadie discute que es necesario alcanzar la unidad entre todos los partidos democráticos contra ETA, nadie debería discutir que es necesario alcanzar la unidad entre todos los partidos democráticos para dar respuesta, ahora en positivo, al reto de la inmigración. No hay Gobierno que pueda por sí solo hacer frente al terrorismo. Pero tampoco hay Gobierno que pueda por sí solo hacer frente al problema de la inmigración. En ambos casos se trata de asuntos de Estado que o se resuelven entre todos o no se resuelven.

Así se entendió inicialmente por todos los partidos políticos y de ahí que la Ley de Extranjería de 1999 fuera resultado de una proposición de ley y no de un proyecto de ley, es decir, de una iniciativa parlamentaria y no gubernamental. Era la manera de fraguar un consenso general desde el principio, sin que ningún partido se apuntara el tanto.

Este consenso se rompió como consecuencia de la oposición del Ministerio de Interior al texto consensuado parlamentariamente. Aunque no evitó que la Ley de Extanjería fuera aprobada finalmente, porque, al tratarse de una ley orgánica, tenía que ser aprobada por mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados y el PP disponía de mayoría absoluta en el Senado pero no en el Congreso, con lo que no consiguió que las enmiendas aprobadas en el Senado lo fueran posteriormente por el Congreso. La ley consensuada parlamentariamente entró, pues, en vigor. Pero el Ministerio de Interior boicoteó su aplicación, a la espera de que, una vez celebrada las elecciones de 2000, el PP tuviera la mayoría suficiente para modificarla, como así ocurrió. La Ley de Extranjería actualmente vigente sería aprobada el año pasado sin consenso y con las dificultades en su aplicación de todos conocidas.

El error no ha podido tener consecuencias más nefastas. No sólo no ha detenido el supuesto efecto llamada que había generado la ley anterior, sino que además ha impedido que se diseñe y se ponga en práctica una política coherente para integrar a la población inmigrante que ya está en nuestro país y que continua llegando.

Los resultados están a la vista en varias comunidades autónomas, entre otras en la nuestra. El número de inmigrantes que llegan en pateras o escondidos en camiones en condiciones terribles no sólo no ha disminuido, sino que ha aumentado y continua aumentando. Las condiciones en las que son atendidos cuando llegan y las condiciones en las que viven una vez que se instalan y empiezan a trabajar son terribles, como hemos tenido ocasión de comprobar estas últimas semanas con el trato dispensado a trabajadores inmigrantes en una explotación del sector de la fresa en la provincia de Huelva.

En un Estado políticamente descentralizado como el nuestro, en el que la autonomía regional y municipal está reconocida y garantizada constitucionalmente, no se puede dar respuesta al reto de la inmigración sin el concurso de todos los niveles de gobierno. La competencia en materia de inmigración es del Estado, pero el ejercicio real y efectivo de la misma exige la colaboración de las comunidades autónomas y de los municipios. Lo estamos viendo estos días en Andalucía con el problema de la vivienda, sobre el que ha llamado la atención el Defensor del Pueblo. En ese terreno el Estado no puede hacer mucho. Y la comunidad autónoma tampoco sin la colaboración de los muncipios. El decreto de la Junta de Andalucía para promover la construcción de viviendas para los inmigrantes no ha podido ser ejecutado porque los ayuntamientos, de todos los colores, se niegan a ceder suelo para la construcción de las mismas. O todas las administraciones actúan conjuntamente o el problema no se resuelve.

Y ello exige un pacto de Estado, en el que se impliquen todos los partidos políticos. Sin ese acuerdo, cada municipio actuará por su cuenta y ello se traducirá en que ninguno cederá suelo para la construcción de viviendas, ni se preocupará de que los niños estén escolarizados y así sucesivamente. O hay un compromiso general o continuaremos en la situación en que ahora mismo nos encontramos.

El pacto tiene que ser de Estado. Mientras las direcciones generales de los partidos no lo suscriban, no habrá pacto en los niveles subcentrales. Lo estamos viendo en Andalucía estos días. Sin que la dirección nacional del PP se comprometa, la dirección regional no lo va a hacer. Es la posición que mantuvo ayer mismo la presidenta del PP, Teófila Martínez, quien aseguró que ella no dará órdenes a los alcaldes de su partido, pero que 'ellos saben que tienen que llegar a acuerdos con la Junta y cumplirlos' (EL PAÍS, 19 de mayo).

Eso y nada es lo mismo. Los dirigentes nacionales y regionales no se pueden desentender de su responsabilidad en este punto y descargarla en los gobiernos municipales. El gobierno municipal es el que se ve presionado de manera más directa por sus electores, quienes, en ausencia de una política general consensuada, no va a aceptar nunca cargar con el costo de la integración. O hay una respuesta unitaria desde arriba o habrá una resistencia múltiple por abajo a cualquier política de integración de los inmigrantes. Como recordaba el viernes el Defensor del Pueblo, no es un solo municipio el que no colabora en la aplicación del decreto sobre vivienda. Son todos.

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