Perú: de la escatología a la política
Luego de 10 años de dictadura neoliberal, 'modernizadora' por vía compulsiva y, a la postre, corrompida hasta los tuétanos, millones de peruanos se aprestan a elegir al sucesor del prófugo Alberto Fujimori. Lo hacen sumidos en un dilema político, que por momentos asume ribetes de disyuntiva moral, tal vez exacerbada por los vientos de revelación y profilaxis que hubo de lanzar el impecable Gobierno de transición presidido por Valentín Paniagua.
En efecto, los peruanos debemos optar en la segunda vuelta de las elecciones entre dos candidatos que suscitan no sólo adhesiones, sino también resquemores, preocupación o desconfianza. Por un lado, el ganador de la primera vuelta, Alejandro Toledo, tan o más desconocido hasta hace año y medio de lo que era Fujimori en 1990, y por otro, Alan García Pérez, personaje harto conocido, en tanto político cuasi congénito y, por añadidura, ex presidente de la República.
En este sentido, Toledo, a pesar de sus exitosos inicios como aglutinante de la oposición popular, en la náusea final de la dictadura, no deja de tener el deletéreo contorno de los out siders latinoamericanos, que, además de sorprender, han asolado la ya deshilvanada historia política de nuestros países. Allí está como ejemplo, además del propio Fujimori, el inefable Collor de Melo en Brasil. Estos personajes providenciales aupados por el aluvión de circunstanciales movimientos de masa, sin ideario político, sin experiencia en el ejercicio de la mediación democrática entre Estado y ciudadanía, sin el respaldo de una verdadera estructura partidaria, resultan, en el mejor de los casos, inquietantes envites, ciegos saltos al talud imprevisible del azar.
Por otro lado, el electorado tiene frente a sí a Alan García, el más joven presidente latinoamericano jamás electo en democracia, cuyo Gobierno, sin embargo, dejó como saldo un panorama con visos de desastre. Hay quienes le reprochan que, en aras de una quimérica transformación del Perú en cinco años, sacrificó las banderas de la izquierda democrática y quemó las añosas naves de su propio partido: el APRA. Con ello, dicen, terminó de diezmar la ya maltrecha institucionalidad política, desacreditó al Estado como promotor de desarrollo a largo plazo y, en suma, hizo posible la llegada de Alberto Fujimori: el 'apolítico', el desconocido, el enigmático y, al final, el mentiroso.
Porque es cierto: en 1990, la honestidad innegable de Mario Vargas Llosa, reflejada en el anuncio sin ambages de su programa neoliberal, le hizo perder las elecciones. Se impuso el farsante. Ganó el 'nuevo rostro'que supo mentir con un discurso de confusa moralina populista y terminó por convertir al Perú, sólo un año después, en un laboratorio de la economía neoliberal. Triunfó quien, mientras proclamaba la faramalla de una fe democrática que nunca profesó, negociaba el poder por veinte años con el hombre más corrupto y corruptor de la historia del Perú. Hombre sin partido, Fujimori empezó su vida política mintiendo y mintiendo la acabó: con la patraña de un 'viaje oficial' convertido en fuga innoble.
En el camino, ya se sabe, con la complicidad de Vladimiro Montesinos, fue corrompiendo a instituciones y poderes del Estado, a la Fuerza Armada, a jerarcas de la Iglesia, a una parte del empresariado, a un sector de la prensa, la radio y la televisión. Ambos fueron responsables de un proceso masivo de corrupción social y se hicieron paradigmas de una suerte de subcultura basada en lo que el habla popular peruana denomina hábito de la 'yuca'; es decir, la regla del embuste como comportamiento cotidiano, de la argucia como forma de coexistencia, del gazapo como fórmula de triunfo. Fujimori y Montesinos, amos del engaño, afianzados en el poder, contaminaron el promisorio proceso de mestizaje y emergencia social (de 'cholificación', en términos de José Matos Mar) iniciado con vigor veinte años antes, al 'lumpenizar' los modelos de comportamiento ciudadano.
¿Cómo no entender entonces, luego de la dura catarsis provocada por el desvelar de tanta fechoría, la extrema sensibilidad del electorado peruano frente al peligro de repetir el error?. No pueden soslayarse aquellos síntomas que hacen presagiar el peligro de un 'fujimorismo sin Fujimori'. La falsedad consuetudinaria y la corruptela como tendencia, se manifiesten en lo público o lo privado, no pueden pasarse por alto a la hora de elegir a quién asumirá la homérica tarea de enderezar los entuertos del out sider que devino autócrata corrupto. Pero el desiderátum del electorado no es sólo moral; es, sobre todo, político y económico. Y esto atañe a ambos candidatos.
En primer lugar, el nuevo Gobierno deberá recomponer las relaciones del Perú con sus interlocutores en materia financiera al nivel internacional. En este plano resultan indeseables tanto el radicalismo autárquico como arquetipo inviable, cuanto la obsecuencia ante el dogma neoliberal. En este sentido, a García Pérez debe exigírsele mostrar de modo fehaciente que ha sabido abrevar sensatez de sus pasados desatinos, y a Toledo, no guardar secreto sobre el origen, la cuantía y el destino de los fondos 'movilizadores' que le son confiados, morigerar al menos su fervor por el mercado como deidad omnipotente y no hipotecar el incierto futuro del país a uno solo de los varios Olimpos que en el mundo son.
En segundo lugar, el próximo presidente habrá de ser capaz de negociar y honrar los compromisos adquiridos con los diferentes actores sociales: empresarios, gremios y organizaciones de la sociedad civil. Y ser consciente de la dificultad de hacer coincidir el interés por el desarrollo nacional en el largo plazo, propio de un Estado moderno, con los intereses de corto plazo, que para el empresario son las ganancias inherentes al mercado, y para los ciudadanos, la mejora o al menos el no deterioro de sus condiciones materiales de vida. Todo ello en el marco de un respeto real por los demas poderes del Estado, en especial por el Legislativo, en el cual, por fortuna, ninguno de los dos candidatos tendrá mayoría. Este hecho constituye una garantía, tanto frente a la incoherencia conceptual del señor Toledo, como frente a las tendencias al personalismo centralista de García, quien ojalá no vuelva a olvidar que tiene tras de sí a un viejo y experimentado partido con una tradición parlamentaria respetable.
Y esto nos lleva al tercer punto a considerar, el de mayor trascendencia: la necesidad urgente para el Perú de reconstruir, modernizándolas, las organizaciones de mediación y participación social; es decir, los partidos políticos. A este propósito, es reductor afirmar que el vertiginoso ascenso de Alan García y su pase a la segunda vuelta se debió tan sólo a su 'talento oratorio'; en todo caso, esta cualidad no fue sino la levadura que hizo leudar el amargo pastel del desencanto colectivo, un desencanto amasado durante más de diez años por el neoliberalismo excluyente de Fujimori y, al final, horneado a punto de bochorno por la abyecta corrupción de su gobierno. Hay algo más importante. Lo alude Hugo Neira en su notable ensayo Hacia la tercera mitad, cuando, frente al peligro del redentorismo social que suele suceder a los trágicos desaguisados de una dictadura, propone el ejemplo de la transición española y dice que en España hubo dos formas de combatir a Franco: aquel de 'los que lo hicieron sin tregua, como el intransigente general Líster, un comunista del exilio del cual ahora nadie se acuerda. Y el de los que prepararon, como Santiago Carrillo, el postfranquismo'.
Pues bien, más allá de las cualidades retóricas del señor Alan García, el partido aprista no sólo supo sobrevivir al vendaval de la dictadura, sino que se recuperó del desastre de 1990, recompuso su estructura orgánica y fue el único partido que con su propia reconstrucción 'preparó el postfujimorismo' o, cuando menos, se preparó para ello. Esto, es objetivamente cierto. Y es además en extremo relevante para la reconstrucción del tejido institucional político del Perú. Ojalá la señora Lourdes Flores Nano pudiese concertar voluntades próximas a sus convicciones socialcristianas o el señor Javier Diez Canseco estuviese en capacidad de hacer lo propio desde la izquierda postcomunista. Éstos no deberían ser tan sólo buenos deseos, sino puntos cruciales en la agenda de los políticos en verdad demócratas, si se quiere que un día el Perú deje de ser 'territorio de desconcertadas gentes' para convertirse en Estado y en Nación.
Es en extremo difícil el desafío, qué duda cabe. Pero bien vale intentarlo y comenzar por rehuir la aciaga aventura de optar por un salvador providencial, sin tener en cuenta quiénes son sus titiriteros. Es preciso soslayar los 'mandos a distancia' para, entre otras cosas, borrar hasta el recuerdo de Vladimiro Montesinos y sus verdaderos mentores; desterrar el símbolo y la memoria infausta de un personaje avieso que durante 33 años, desde cuando era aún capitán de ejército, con perseverancia de fanático, con frialdad de obseso, fue para el Perú como un Midas escatológico que convirtió en mierda todo lo que tocó.
J. Carlos Ortega es periodista y sociólogo peruano, ex funcionario de la Unesco.
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