Divinas matemáticas
Venía yo meditabundo y algo desconcertado ante los rumores de que Mendieta se lo está pesando (dejarnos, digo), cuando me topo, ay, con la noticia de que un físico llamado Frank Tiples acaba de demostrar en Valencia que Dios existe, utilizando para ello un sistema de ecuaciones matemáticas basadas en las extensiones de la teoría de la relatividad general de Penrose y Hawking. Reconozcamos, antes que nada, que el propio Einstein, padre de la cosa, le hubiera felicitado efusivamente por el hallazgo, porque, por si no lo saben, él también creía en la divinidad, aunque nunca pudiera demostrarlo; en realidad Einstein llegó mucho más lejos que aquél al aventurar, incluso, algunas hipótesis sobre su comportamiento. Por ejemplo, afirmó, en respuesta algo extemporánea a las evidencias de indeterminación suministradas por la física cuántica, que Dios no se dedicaba a jugar a los dados con la Naturaleza, lo cual, me reconocerán, ya es mucho afirmar; más que nada porque vaya usted a saber.
En fin, que menos mal, me dije, porque si lo que llega a demostrar es lo contrario, o sea, que Dios no existe, menudo escándalo. A ver cómo Zaplana y Barberá explican después al Papa, en una de sus frecuentes visitas al feudo de Berlusconi, que inauguraron un congreso en el que se demostró, científicamente, que su representado, en realidad, nunca existió. Difícil papeleta, sin duda, que para mí no quisiera. Aunque, puestas así las cosas (todo tiene su lado bueno si se le busca), quizá no fuera descabellado encargar a Tiples que profundizara algo, en un próximo congreso sobre la utopía, en la tan deseada (por el Consell) demostración matemática de la inexistencia de deuda alguna por parte de la Generalitat. Igual el Banco de España, que también es muy aficionado a los modelos, lo da como bueno, e imagínense qué alivio.
No crean, por el tono algo irónico empleado, que me incluyo en ese segmento de la población que desconfía de las matemáticas, la estadística y los números en general, porque no es cierto. Es más, la suelo utilizar a menudo para comportarme de manera sensata ante hechos o acontecimientos que me producen temor o inquietud sin base racional alguna. Por ejemplo, John Paulos, un matemático de la Universidad de Filadelfia, me ha enseñado que no debo tener miedo al avión porque es mucho más probable que muera asfixiado o de un ataque al corazón, en mi propia casa, o de un accidente automovilístico en la carretera, o, incluso, a bordo de una bicicleta (lo cual ya es sorprendente porque yo nunca monto en bicicleta), que por cruzar el Atlántico a bordo de un jumbo. También sabemos, gracias a él y a los números, que el arsenal nuclear disponible en la actualidad se puede repartir a razón de 5.000 kilos de TNT por cada persona del planeta; que los chinos son más del 25% de la población mundial, que una novela un poco gruesa contiene alrededor de cien mil palabras, y que los 25.000 millones de litros de sangre humana que hay en el mundo cabrían en un cubo de 275 metros de arista; poca cosa, desde luego, para una especie tan orgullosa y soberbia como la nuestra.
Pero, dicho esto, también reconozco que las matemáticas pueden utilizarse de manera perversa, como lo expresa, por ejemplo, la conocida paradoja del pollo en la que, si una persona se come dos pollos y la otra, ninguno, la estadística, por sí sola, es capaz de demostrar, con todo rigor, que el consumo per capita ha sido, en realidad, de un pollo. O esa ley, algo estrafalaria, de la prospectiva que mantiene que todas las posibilidades sobre hechos futuros son del 50%, puesto que una cosa ocurrirá, o no. Del mismo modo, reconozcamos que es frecuente que algunos modelos matemáticos pueden utilizarse para demostrar lo evidente, o bien para extraer sentencias que nada tengan que ver con la realidad; aunque, eso sí, de manera elegante y vistosa.
Lo vivimos en la propia universidad desde hace algunos años, y, particularmente, en la Ciencia Económica. Ahora, en este proceloso mundo académico, es mucho más importante confirmar una obviedad manifiesta por medio de un sofisticado modelo matemático, o alcanzar conclusiones, totalmente irrelevantes, basadas en supuestos imaginarios, que decir algo sensato y coherente en un párrafo de gramática impecable. Y la prueba de que esto es así está en la propia evolución reciente de la Economía. ¿Podría usted citar, en este terreno, dos o tres hallazgos de cierta transcendencia para el curso de nuestras vidas en los últimos 20 años, que no sean las conocidas obviedades de que el futuro está sujeto a incertidumbre, que si el tipo de interés baja, la gente tiende a comprar más bienes, que los ricos no están muy a favor de la redistribución de la renta, que si usted compra algo, debe dejar de comprar otra cosa, que cuando la demanda o los costes presionan mucho, suelen subir los precios, que la bolsa baja inevitablemente, después de un periodo en el que sube sin parar, que el crecimiento económico tiene un comportamiento cíclico, siempre y en todo lugar, o que, si no hay competencia, las empresas se aprovechan descaradamente de los clientes? Seguro que no; sin embargo, ponga una letra encima de cada uno de estos conceptos, introdúzcalos en una ecuación, elabore un modelo matemático y, voilá, ya tenemos ciencia pura, de la de verdad; y, lo que es aún más interesante, a una pléyade de sesudos investigadores sujetos de por vida a sexenios ministeriales.
No me extraña que Tiples haya tenido tanto éxito. El problema es que, por este camino, ya verán, ni carnet de identidad, ni huellas dactilares, ni RH, ni ADN; puede llegar un día en el que sólo podamos demostrar nuestra mediocre y melancólica existencia si conseguimos ser incluidos como variable en algún modelo matemático. Mientras tanto seguiremos tirando como podamos. Excelsa utopía la que nos espera.
Andrés García Reche es profesor titular de Economía Aplicada de la Universidad de Valencia.
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