El quinto Quinto
Fiel a su estilo, en silencio, Manolo Sanchís ha pasado a la reserva. Como los mariscales de la vieja escuela, ha optado por la sobriedad; mirará los focos desde el circulo central como se mira el firmamento por el ojo del embudo, plegará el uniforme, vaciará la taquilla y desaparecerá en el túnel sin dar un solo taconazo. Llevará consigo dos únicas condecoraciones: el dor-sal 5, su número de la suerte, y el escudo circular del club, ese jeroglífico que los colegas de su padre llamaban familiarmente la galleta.
A despecho de su brillante repertorio, Manolo fue el menos celebrado de los integrantes de la Quinta del Buitre. Frente al ingenio nuclear de Butragueño, el toque extralargo de Michel, el trazo relampagueante de Miguel Pardeza o la sutileza de Rafa Martín Vázquez para la geometría, él era sólo un bicho raro cuyas habilidades nadie lograba interpretar.
Aunque siempre fue un muchacho silencioso, su misterio se cifraba en sus hábitos crepusculares. Para empezar solía apostarse en la retaguardia, pero manejaba recursos escénicos que habrían podido acreditarle como uno de los más brillantes delanteros de la época. Quizá por un instintivo impulso de camuflaje decidió llevar al descubierto el faldón de la camiseta: así su perfil se desdibujaría sobre los límites del área. En vez de optar por el juego de filigrana, que era una de sus especialidades, prefirió emboscarse allí, entre los compañeros más rudos y los enemigos más virtuosos, preparado para intervenir únicamente en las situaciones extremas.
Si el equipo contrario lograba prosperar, allí aparecía él con su incierta potencia defensiva. A fin de conjurar el peligro de Scifo, Altobelli o Romario, incorporó a su catálogo de maldades una habilidad singular: se les infiltraba entre las botas, tendía una invisible telaraña en la que todos terminaban enredándose y, en plena confusión, tomaba la forma de un carterista en ropa interior. Alargaba la zarpa, atrapaba la pelota y la escondía, campo adelante, con una autoridad rayana en la arrogancia.
En realidad nunca se reveló muy bien el secreto de su longevidad, pero probablemente fue quien mejor interpretó el más cínico de los proverbios de la vida civil: Ojo de lince, paso de buey, diente de lobo y hacerse el bobo.
En resumen, nadie fue más listo ni más tenaz que El quinto Quinto.
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