El derecho a insultar a los políticos
Durante los cuarenta años de franquismo quien se animase a criticar a un cargo público corría, como todos sabemos, un riesgo cierto de acabar con sus huesos en la cárcel. La democracia acabó con esa práctica, si bien la inercia propia de toda organización burocrática hizo que, en los primeros momentos de nuestra andadura constitucional, los jueces siguieran condenando a las primeras de cambio a los ciudadanos críticos con el poder, tanto por la vía penal del delito de desacato a las instituciones públicas (felizmente desaparecido en el nuevo Código Penal de 1995), como por la vía civil de la vulneración del derecho al honor.
Lentamente, el Tribunal Constitucional -con la inestimable ayuda de un nutrido grupo de periodistas, en especial un famoso comentarista deportivo- fue poniendo las cosas en su sitio y fijando una muy matizada doctrina que, si bien no anulaba la posibilidad de condenar a alguien por vulneración del derecho al honor de los políticos, determinaba que no podrían sancionarse las críticas que pudieran repercutir en el honor del ofendido siempre que contribuyeran a asegurar la información libre en una sociedad democrática. Ahora bien, como los insultos no son necesarios para este fin, el TC negó su amparo a quien alegaba el artículo 20 de la Constitución para insultar libremente. Por decirlo con las propias palabras del TC: 'No cabe duda de que la emisión de apelativos formalmente injuriosos en cualquier contexto, innecesarios para la labor informativa o de formación de la opinión que se realice, supone un daño injustificado a la dignidad de las personas o al prestigio de las instituciones, teniendo en cuenta que la Constitución no reconoce un pretendido derecho al insulto' (STC 105/1990, caso José María García).
Como los usos sociales y las costumbres cambian con el tiempo, la frontera entre el insulto gratuito y la libertad de crítica no es algo fijo e inmutable, de tal forma que expresiones que en el siglo pasado pudieran parecer insultantes, en el naciente siglo XXI se aceptan como críticas bien fundadas. El Poder Judicial parece muy consciente de esta nueva frontera y de un tiempo a esta parte rechaza considerar intromisiones en el honor de los políticos expresiones que juristas más pacatos no sólo las calificaríamos de esa forma, sino que incluso las tendríamos por injurias. La última sentencia que conozco de esta nueva tendencia jurisprudencial es la reciente 542/2001 de la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo que revoca dos sentencias de tribunales inferiores que habían condenado al pago de una multa de un millón de pesetas a un concejal que durante un Pleno municipal había llamado a la alcaldesa de Fuengirola -por dos veces- 'corrupta, subnormal y mentirosa'.
El Supremo da una serie de razonamientos poderosos para admitir, como pretendía el concejal, que esos calificativos sólo eran manifestación de 'una crítica puramente política de una decisión de la titular de la alcaldía'. Para empezar, toma en cuenta que el concejal era el primer teniente de alcalde, 'socio, por tanto, de la alcaldesa'. Después, continua narrando el Pleno en los que advierte una serie de 'circunstancias concurrentes' que sin duda demuestran que el concejal no tenía ánimo de injuriar: intervino una primera vez durante 45 minutos, luego trató de realizar nuevas intervenciones y cuando la alcaldesa tomó la palabra se 'suceden las interrupciones del recurrente', lo que obliga a la alcaldesa a expulsarlo, momento en que el concejal pierde la 'compostura' y emplea términos peyorativos 'más propios de una discusión callejera que del contraste de pareceres'. Conclusión: ''Los excesos verbales del recurrente, aún cuando sin duda son repudiables, han ido haciéndose habituales -lamentablemente- en cierto lenguaje político al que los ciudadanos se han acostumbrado y al que los propios destinatarios tampoco conceden especial trascendencia cuando ejercen un cargo público'.
Me temo que no faltarán los críticos que consideren endebles los razonamientos del Tribunal Supremo, cuando no pura y simplemente descabellados. Así habrá quien diga que lo del ánimo de injuriar (que es un concepto que ya ni toma en cuenta el orden penal) es algo completamente superfluo en un juicio civil. También habrá quien diga que el simple hecho de que se haya producido este juicio demuestra que no es cierto que los 'destinatarios' de los excesos verbales no le dan importancia y que la misma narración de lo sucedido demuestra que no había la más mínima intención de ejercer el derecho de crítica. Por no citar a los recalcitrantes constitucionalistas que echen de menos el 'juicio de ponderación' que viene exigiendo el Tribunal Constitucional en sus más de veinte sentencias sobre 'excesos' similares. Pero no me parecen objeciones de peso. El Tribunal Supremo ha adoptado una muy valiente decisión y lo único que hay que reprocharle es que no se haya atrevido a poner por escrito lo que parece ser su razonamiento último, en sintonía con muchos actores de los medios de comunicación: que se puede insultar todo lo que se quiera a los políticos. La Constitución no reconoce el derecho al insulto, pero como demuestra esta sentencia, raro será el caso en que no se encuentre un Tribunal capaz de justificar, incluso con los razonamientos más peregrinos, los insultos más evidentes.
Agustín Ruiz Robledo es profesor de Derecho Constitucional.
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