En el vientre de la enorme ballena urbana
Más de doscientas personas trabajan diariamente en los 4.000 kilómetros de la red de alcantarillado de la capital
Algo se mueve por debajo de la ciudad, aparte del metro. Una red de más de 4.000 kilómetros de alcantarillado se extiende a lo largo del subsuelo de Madrid recogiendo sus desechos. Entrar en ese laberinto húmedo, oscuro y asfixiante es como hacerlo en el vientre de una enorme ballena.
Quienes trabajan en las alcantarillas dicen ser los eternos desconocidos, y su lugar de trabajo, los conductos de aguas residuales, el más olvidado por los ciudadanos. A él se han acercado algunas personas, según comentan los trabajadores, pero para rodar en sus instalaciones capítulos de series televisivas de acción. Y, aunque ellos no lo confiesen, también ha habido otras personas que lo han hecho con fines menos honrados: para horadar desde las cloacas las cámaras acorazadas de algún banco. Claro que también hay policías, de la Unidad de Subsuelo, cuya misión es evitar estos robos.
Del complejo zigzag que forma la totalidad de la red, 1.600 kilómetros son accesibles al personal de saneamiento, mientras que los otros 2.400 son tubos donde no cabe ni una mano. Durante los días de verano, el agua y los vertidos alcanzan una altura de 40 centímetros; por la noche no rebasan los 10, según explican los encargados. El caudal es mucho mayor en invierno, cuando los madrileños no están de vacaciones.
'Esto es un mundo aparte', afirma Ramón Aguirre, trabajador de Licuas, una empresa de conservación que tiene a 70 personas contratadas por el Ayuntamiento para la limpieza e inspección del alcantarillado municipal. Fomento de Construcciones y Contratas tiene para ello otros 201 empleados, que también detectan y arreglan las averías.
Grietas y desperfectos
Diariamente, los inspectores recorren los colectores para asegurar su buen funcionamiento. Revisan que las paredes y los conductos no tengan grietas, y que no haya obturaciones o desperfectos que impidan que fluya el agua.
La red de saneamiento de Madrid y los vertidos que provienen de los colectores de otros municipios limítrofes van a parar a las siete depuradoras del Ayuntamiento, que después vierten las aguas regeneradas en las cuencas del río Manzanares y del río Jarama.
'Aquí te acostumbras a todo', dice Antonio Perona, un inspector que lleva 13 años trabajando en las cloacas. 'Al olor, a las ratas, al esfuerzo físico, al riesgo...'. Con una linterna en la mano, su instrumento de trabajo más imprescindible, Antonio avanza esquivando los residuos que flotan en el agua sucia. Cuenta que pocas personas aguantan tanto tiempo como él en ese empleo, en muchos casos porque no soportan el desgaste físico.
Los colectores generales suelen ser espaciosos, pero estos operarios también deben realizar las inspecciones en zonas muy estrechas. Su trabajo diario incluye el paso por zonas de un metro de altura, por lo que se ven obligados a adoptar posturas incómodas, lo que, con el paso del tiempo, les afecta a los riñones.
Su labor siempre se hace en equipo. Las inspecciones se llevan a cabo en grupos de tres. Uno de ellos permanece en la superficie, por seguridad, y los otros dos descienden al subsuelo. 'Es una locura bajar solos', aseguran, 'pues, por ejemplo, alguno podría tener un accidente y caer al agua sin que sus compañeros se dieran cuenta'. Su esfuerzo físico incluye que, durante la inspección, tengan que caminar contra la corriente del caudal de agua y residuos, que normalmente tiene una velocidad de 100 metros por segundo.
La persona que permanece en el exterior debe alertar a sus compañeros de las posibles lluvias, ya que el agua que cae por los absorbederos -74.000 en toda la ciudad- hace que el caudal interno aumente de forma considerable. 'La tormenta es nuestro peor enemigo. Podemos ahogarnos en cuestión de minutos', comenta Antonio. Y Ramón bromea: 'Después tendrían que buscarnos en el Manzanares'.
Circuito de televisión
Aunque existe un circuito cerrado de control de televisión en la red, es indispensable la comprobación visual por parte de estos trabajadores, que cobran una media de 150.000 pesetas mensuales por una jornada de ocho horas diarias.
Descender bajo tierra significa también toparse con una total oscuridad y un laberinto en el que es casi imposible orientarse. Ángel Cañete, que lleva siete años en Licuas, asegura que, si no fuera por la ayuda del compañero que se queda afuera, nunca sabrían en qué punto de Madrid se encuentran. Sin embargo, en las alcantarillas de la zona centro es más fácil orientarse, ya que cada conducto tiene el nombre de la calle que le corresponde en el exterior.
Trabajando en el subsuelo, estos empleados encuentran en su camino, además de las ratas, que en zonas como el centro son habituales, algo tan insólito como una moto y una tabla de surf. 'Menudo sitio para surfear o aparcar la moto...', ironiza Ramón.
Ángel recuerda cuando, alertados por la policía, tuvieron que buscar el cuerpo de un hombre que había sido apuñalado y tirado en una alcantarilla. 'Pero no es lo normal, lo más que encuentro son perros muertos', comenta.
Los trabajadores suponen que por los lavabos suelen colarse muchas joyas. 'Pero ponte tú a rebuscar en el agua sucia', añade Angel. Sólo algunos tienen esa suerte, como Antonio, que un día perdió un anillo de su padre en las alcantarillas y lo encontró 500 metros más adelante.
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