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Las legitimidades de Simeón II

La trilogía de Weber es sobradamente conocida. El poder se legitima por el carisma de su titular, esto es por las excepcionales cualidades de su persona y acciones, por la tradición de la que es heredero o por la racionalidad de la ley. Y sabido es también que, a la altura de nuestro tiempo, la única racionalidad política válida es la racionalidad democrática, de manera que una legalidad ayuna de democracia es un cascarón vacío que nada legitima.

Los tipos ideales raramente se dan puros y aislados. El carisma ni rutinizable ni transmisible puede fortalecer una institución nueva o renovada y beneficiar a quien suceda al carismático fundador si es capaz de mantener una conducta ejemplar; la tradición, quebradiza en nuestros días, puede servir de apoyo al carisma y aun de herramienta a la democratización. Por ello, es frecuente que en una misma persona o institución confluyan varias fuentes de legitimidad o que una legitimidad sirva de acceso a otra. Así, el carisma del general De Gaulle consiguió en 1940 deshacer la legitimidad meramente legal de Vichy en nombre de la 'legitimidad republicana'. Y, después, en 1958, incluso invocando una legitimidad histórica, renovar la propia legalidad republicana en nuevas formas de legitimidad democrática: la V República. En España, el heredero legítimo de una tradición rota desde tiempo atrás y, para muchos, olvidada y de una racionalidad legal no democrática, adquirió, como piloto del cambio y eficaz estrato protector de la democracia recuperada, la legitimidad carismática del 'príncipe nuevo' y abrió paso, primero, y afianzó, después, la legalidad racional de la Constitución democrática. En Camboya, por poner un ejemplo más remoto, la legitimidad tradicional del rey Norodón se ha bañado una y otra vez en el voto popular, movilizado por el carisma indudable del monarca, para promover y tutelar un sistema político de tipo legal-racional a la altura de las condiciones de tiempo y lugar. Creo que son estas categorías, así ejemplificadas, las que sirven para interpretar la victoria electoral de Simeón II y su acceso a la función de primer ministro de la República de Bulgaria.

El rey Simeón es portador de una legitimidad tradicional que el régimen comunista no consiguió eliminar del todo. Así lo demuestran las constantes y crecientes manifestaciones de adhesión popular al rey exiliado que se han sucedido desde la caída del comunismo. Manifestaciones que nunca han contado con la benevolencia de los gobernantes, ya fueran éstos de izquierda, herederos del régimen anterior, ya de una derecha allí, como en tantas otras latitudes, tributaria de lo que en su día denominé 'síndrome de Horty'. Esto es, la opción de patrimonializar en beneficio de un sector, y frente al resto, los valores, así deformados, que la monarquía podría ofrecer a la nación como un todo.

Ahora bien, la experiencia ha demostrado que la legitimidad tradicional es insuficiente para substituir a la legalidad, ya sea ésta autoritaria, como en la Grecia de los coroneles, ya sea ésta democrática, como en la Grecia de Karamanlis. Y la legalidad racional, no se olvide, es también burocrática, con todas las inercias interesadas que ello implica. Por ello Simeón II no hubiera nunca recuperado el trono impugnando el referéndum- plebiscitario de 1946 y el régimen republicano que de él surgió.

Como rey, con mentalidad de 'príncipe nuevo', que 'no se cuida de los nombres', Simeón ha solicitado y obtenido de los búlgaros una legitimación electoral para gobernar democráticamente y en régimen parlamentario. Si el resultado de esta gobernación y del impulso de entusiasmo y renovación que su victoria en los comicios ha supuesto es positivo y se administra bien, el rey legítimo obtendrá los carismas necesarios para establecer un nuevo sistema racional democrático, cuya forma de Estado pudiera ser la monarquía parlamentaria. Una vez más, el príncipe nuevo recobraría la corona antigua.

Y no faltan a Simeón II cualidades personales de inteligencia, rigor y audacia para convertirse en figura carismática, no de una inmensa minoría, como lo es ya, sino del conjunto de la nación. Sólo falta que el carisma, por definición no rutinizable, pueda ser debidamente sucedido, primero por el propio Simeón convertido, tras una etapa de salvación nacional, de gobernante en árbitro (de Dux en Rex, diría Bertrand de Jouvenel); después por sus propios herederos. Lo primero es cuestión de capacidad; lo segundo de vocación.

La restauración búlgara sería, en tal caso, una réplica de la instauración de la V República francesa. Ésta fue del carisma a la racionalidad a través de la democracia. Aquélla sería la marcha desde la tradición, democráticamente avalada, a la legalidad democrática a través del carisma.

Sin duda el pequeño país balcánico tiene importantes problemas de todo tipo, económicos, políticos, sociales de profunda y común raíz moral. Si consigue resolverlos mediante semejante aleación de legitimidades se mostrará, una vez más que nada está proscrito ni prescrito para los pueblos y los hombres capaces de abrazarse a su destino. Algo que no depende de la ocasión afortunada sino de la permanente actitud. ¡Y eso sí que es fortuna!

Miguel Herrero de Miñón es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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