Balas mágicas
Las finales de los 100 metros siempre han servido para marcar épocas
La historia de los Mundiales de atletismo se ha escrito en buena parte sobre la magia de sus finales de 100 metros. Por razones misteriosas, cada una de ellas ha sido inolvidable. En algunos por la categoría de sus registros; en otros, por el escándalo que provocaron; algunas veces porque presentaron en sociedad a atletas que surgieron de la sombra para convertirse en estrellas de la velocidad. Ninguna final ha dejado indiferente a los aficionados y todas han servido para marcar épocas: los ganadores siempre triunfaron un año después en los Juegos, con la excepción de Carl Lewis, que venció en Tokio 91 y no logró un puesto en el equipo olímpico de 1992.
La secuencia de campeones es impresionante: Lewis (Helsinki 83), Ben Johnson (Roma 87), Lewis (Tokio 91), Linford Christie (Stuttgart 93), Donovan Bailey (Gotemburgo 95) y Maurice Greene (Atenas 97 y Sevilla 99). Todos han sido campeones olímpicos y únicamente el británico Linford Christie no ha logrado el récord del mundo. Con 9,87 segundos, se quedó a una centésima en Stuttgart. Desde entonces permanece como récord de Europa. Por muchos años, a lo que parece.
En Helsinki 83, el Mundial era un bebé que nacía al mundo del deporte profesional. El atletismo se encontraba con grandes resistencias para abandonar su categoría de deporte amateur, ajeno a los tiempos que corrían. La crisis se resolvió con el ascenso al poder del italiano Primo Nebiolo, un hombre autoritario y sinuoso que decidió convertirse en una alternativa a Juan Antonio Samaranch, presidente del COI, y a Joao Havelange, de la FIFA. Nebiolo concretó sus ideas sobre el atletismo en el Mundial de Helsinki, el primero que se celebró. Pero el dirigente italiano necesitaba algo más que ideas: rezaba por encontrar estrellas con gancho ante las televisiones y los grandes patrocinadores. En Helsinki encontró al atleta perfecto en la prueba perfecta: Carl Lewis y los 100 metros.
Lewis contaba 22 años en la primera edición. Se tenían noticias suyas, pero debía revalidarlas en una gran competición. Helsinki sirvió como inicio a una de las trayectorias más asombrosas que ha dado el atletismo. No bajó de 10 segundos en la final, pero eso fue lo menos. Lewis corría rápido, saltaba largo y tenía carisma. Durante los siguientes diez años, las pruebas de velocidad se construyeron en torno a su figura. Tanto si ganaba como si salía derrotado. Cuatro años más tarde, Lewis se encontró con un canadiense originario de Jamaica. Ben Johnson había quemado etapas con rapidez en apenas dos años. No era un buen sprinter, era una amenaza latente para Lewis. Pocos duelos han sido más esperados que la final de Roma 87, donde Johnson se escapó de los límites de la velocidad. Destrozó a Lewis con un registro de 9,83 segundos, un recorte de ocho décimas al récord de Calvin Smith. Esa marca le convirtió a la vez en una celebridad y en un enigma que se explicó un año más tarde, en los Juegos de Séul. Johnson abatió a Lewis en la mayor demostración de poder que se ha visto en un estadio. Ganó con 9,79 ante la mirada atónita del estadounidense y del mundo. Fue el momento cumbre de Johnson y el más dramático. Horas después fue descalificado por dopaje. Sus récords y sus victorias fueron borrados de las listas, pero su imagen de bala atómica permanece en la memoria.
La carrera más hermosa
En Tokio 91, Lewis protagonizó dos momentos inolvidables. Perdió la final de de longitud frente a Powell en un desafío constante sobre la frontera de 8,90 metros, y ganó los 100 metros en la carrera más hérmosa de la historia. En el paso por los 50 metros figuraba en quinta posición, por detrás de Burrell, Mitchell, Fredericks y Christie. Su reacción vulneró las leyes físicas: donde los demás comenzaron a sentir el declive de la curva de velocidad, Lewis logró mantener sus constantes hasta los 85 metros y ganar con el récord del mundo (9,86 segundos). Seis atletas bajaron de los 10 segundos, hecho que no ha vuelto a repetirse en una gran final. Linford Christie ganó en Sttugart 93 con 32 años, edad crespuscular para la velocidad. Su registro fue sorprendente: 9,87 segundos, a un centésima del récord mundial. En aquella edición, Bailey era un atleta apenas conocido. Habitualmente le tumbaban en los cuartos de final. En dos años dio un salto comparable al de Johnson. Contra pronóstico, ganó en Gotemburgo 95, victoria previa a su medalla de oro en Atlanta y al récord del mundo (9,84s). Algo parecido ocurrió con Greene en Atenas 97. Pasó inadvertido en Gotemburgo, no participó en Atlanta, se puso en manos de John Smith y el milagro: campeón del mundo en 1997 y en Sevilla 99, donde logró la segunda mejor marca de todos los tiempos (9,80s). Por ahora, nadie le discute su hegemonía.
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