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Tribuna
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Los usos de la violencia espectacular

Una de las cuestiones más alarmantes de la cadena de atentados en EE UU es que se haya querido matar, y que se viese por la televisión mundial, a miles de personas inocentes. En la tradición de la guerra, las guerrillas y el uso irregular de la fuerza, la teoría indicaba que la prioridad consistía en asestar golpes sobre objetivos militares o políticos. Matar civiles era una drástica práctica disuasoria, especialmente orientada a desmoralizar al oponente. Esto tenía coherencia con la intención de ganar la adhesión de las personas, en el propio bando e inclusive en el contrario. Otra finalidad era mostrar a las poblaciones que mientras apoyaran a, por ejemplo, Hitler, serían penalizadas. La guerra iba asociada, de forma más o menos coercitiva, a la victoria y la conquista.

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En los atentados suicidas de los últimos meses contra la sociedad israelí, el ataque a las Torres Gemelas en EE UU, numerosas matanzas en Argelia, el atentado en el metro de Tokio en la década pasada y la masacre que cometió un terrorista estadounidense en Oklahoma en 1995, el fin fue siempre la gente común. El deseo de castigar a los ciudadanos por las políticas de sus Gobiernos parece ir unido a la dificultad creciente de atentar contra dirigentes políticos debido a las medidas de seguridad. Pero, además, hay una voluntad de matar a los otros, de excluir del mundo a los que son considerados, por su identidad, como enemigos.

Una tendencia creciente en la última década ha sido el repliegue hacia sus identidades tradicionales de diversos grupos en numerosas sociedades. Desde la zona de los Grandes Lagos y Nigeria en el África subsahariana hasta los Balcanes, pasando por el Caúcaso, Indonesia y Oriente Próximo y norte de África, la identidad se convirtió en un signo de autoafirmación a la vez que de exclusión. Algunos analistas le denominan 'etnonacionalismo' y 'nacionalismo religioso' a esta política de negarse a convivir democráticamente con otras comunidades y a usar la fuerza para controlar tierras, recursos y poder.

El atentado en Nueva York tiene una fuerte simbología en esta dirección. Quienes lo realizaron, hayan sido, por ejemplo, radicales islamistas o derechistas del propio EE UU, no tienen la intención de convencer a las personas para su causa. En todo caso buscan disuadir a Washington de proseguir con determinadas políticas, pero al matar a centenares o miles de ciudadanos estadounidenses en un centro como Nueva York han buscado mostrar que, si las cosas siguen así, les encantaría matar a todos.

Esta política excluyente tiene coherencia con la figura de los suicidas. Más allá de la explicación religiosa, el suicida está dispuesto a matar masivamente y morir porque no tiene una intención de convivencia ni de participar de una vida terrenal diferente. Encarnando a sus iguales desesperados, no cree que las cosas vayan a cambiar, y muere matando a gente común para que ellos también sufran las consecuencias.

Los Gobiernos democráticos que deben enfrentar el problema de este terrorismo brutal, simbólico, televisivo y centrado especialmente en objetivos civiles deberán tener en cuenta diversos factores. Uno es que la miseria y desesperación en que viven millones de personas les lleva a adherirse con más facilidad a la violencia como forma de vida y como represalia contra la injusticia.

El segundo, que el uso y exhibición arbitrario y televisivo (desde la guerra del Golfo en adelante) de la fuerza por parte de las potencias mundiales, especialmente EE UU, y su apoyo a otros países con políticas represivas le marca como potencial blanco de grupos violentos. Tercero, que tanto en las sociedades democráticas como en las autoritarias y las de Estados frágiles la exaltación de diferentes formas de violencia como medio de poder, de ocio y de forma de vida ocupa un lugar muy relevante.

La combinación de políticas de identidades excluyentes con espectacularidad violenta nos deparará muchos malos momentos. La violencia como forma de vida, como espectáculo y como sustituto de la política debe ser revisada y enfrentada como un grave problema nacional y mundial. Es preciso responder con la justicia y la prevención, porque con más violencia no se solucionará nada.

Mariano Aguirre es director del Centro de Investigación para la Paz (CIP) / Fundación Hogar del Empleado. Miembro del Transnational Institute, Amsterdam.

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