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A mí me pilló en Londres, y la ciudad se volvió loca. Corrieron rumores de un inminente ataque contra el Canary Wharf, centro financiero trivialmente similar al de Manhattan, o sobre la supresión del tráfico subterráneo. Las cadenas de televisión interrumpieron sus programas y durante veinticuatro horas las tremendas imágenes ocuparon todas las pantallas.
Al día siguiente, en el Mall, vi a un comando de policías asaltar, metralleta en mano, una furgoneta. Su ocupante salió manos en alto y despavorido. Londres se consideró a sí mismo 'objetivo prioritario de los terroristas', según decían los locutores, 'por ser el más firme aliado de Estados Unidos en el mundo'. La infatuación inglesa delataba una perversa envidia.
En la pantalla, las imágenes se entreveraban con opiniones de expertos, ejecutivos de la Administración, profesores universitarios. Entre los invitados, un iracundo barbudo, presidente de los Jóvenes Musulmanes Británicos, profirió una amenaza: mil millones de fieles considerarán que un ataque contra Afganistán o contra Bin Laden es un ataque contra la religión islámica. El locutor musitó 'thank you' y giró su sillón. El siguiente invitado, James Baker, consejero de Bush, presagió la guerra.
Vimos las imágenes del atentado una y otra vez, sin fatiga, como esperando algo más, pero su frialdad y su silencio las hacían inasequibles. Dos torres iguales, dos aviones iguales, dos trayectos iguales, dos impactos iguales. Era demasiado perfecto para ser real. Como señaló Fernando Savater, para entender lo sucedido debíamos superar primero nuestra inercia artística y percatarnos de que aquello no era un producto de la imaginación, sino su inverosímil realización en el mundo.
Quizás por eso alguien de entre los allí reunidos, reclamando su derecho a la emoción, exclamó: 'Pero ¿dónde están los muertos?'. Porque los muertos están ocultos, y sólo aparecerán cubiertos por la bandera americana. La nación más poderosa del mundo no soporta ver a sus ciudadanos muertos o mutilados como si fueran gente de Sarajevo, de Jerusalén, de Gaza, de Chechenia, de Euskadi o de Belfast. Es su punto ciego y su talón de Aquiles.
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