Argentina, tocando fondo
La primavera argentina estalla indiferente a la crisis. Buenos Aires, la ciudad más bella de América, luce bajo un sol suave sin que parezca amenazada por la agónica sucesión de malas noticias. Un poco más al sur, siguiendo la línea del Atlántico, la costa galana me ofrece un deslumbrante amanecer sobre la bahía de Mar del Plata, abrazada por construcciones del más sofisticado primer mundo, que impide pensar en el agobio y la desesperanza que se expresan por doquier, en cada cenáculo, en cada conversación. Y La Bombonera ruge en el homenaje a Maradona, mientras en Washington el mundo financiero escucha el último plan de ajuste, de reestructuración, carente del consenso que le dé fuerza.
Cartas: La opinión de los lectores sobre la crisis económica argentina
Por primera vez siento reparo para expresar lo que pienso, recordando la visita del 91, en medio de un cambio precipitado de magistratura, pero... ¡al fin!, entrega de un presidente civil a otro civil; inmersos en una superinflación que separó a los argentinos de la confianza en su moneda y que, una década más tarde, hace inimaginable que flote, amarrada al dólar como un ancla de seguridad contra ellos mismos.
Y, sin embargo, termino por decirlo, en privado y en foros más abiertos. El problema, creo, no es económico, a pesar de la profundidad y gravedad de la crisis económica, social y financiera, acelerada dramáticamente por los acontecimientos del 11 de septiembre. El problema es, como era -¿desde hace cuántas décadas?- político. Mejor dicho: político con mayúsculas. Y seguirá siéndolo hasta que se defina el espacio público compartido, la res-pública, como proyecto de todos para el siglo XXI, para encarar la era del conocimiento. El problema es de consenso básico, constitutivo, que decida que con 'las cosas de comer' no se juega.
Ningún país que aspire a ser grande, que aspire a la centralidad puede permitirse hacerlo. Todos han decidido cuáles son esas cosas, y han resuelto compartirlas por encima de las alternancias normales, más allá de las diferencias entre patronos y trabajadores, arropados por una 'inteligencia' que las protege descalificando a los que las cuestionan.
Argentinos y argentinas, brillantes como pocos, tienen una capacidad increíble para el análisis, para el diagnóstico, aunque en momentos como el actual, incluso en ese terreno, hay desconcierto. Esa capacidad sólo es superada por la que la acompaña pegajosamente: señalar al otro, interno o externo, como culpable de que no haya una terapia curativa, que siempre se espera milagrosa, providencial. Pero más que un problema de culpa, existe uno de responsabilidad, de hacerse cargo de ese gran país. Cada uno desde la suya, desde la que le toca como actor en ese espacio público compartido que sigue sin definir con nitidez.
Con la mayor brevedad, urgidos por la necesidad del presidente de emprender viaje anticipado a Estados Unidos, expreso, en la cena ofrecida a los miembros del Foro Iberoamericano y a invitados relevantes de la República Argentina, la solidaridad de todos y la gratitud por su atención. A continuación, con respeto contenido por ese gran país, desgrano lo que pienso. Podemos contar con los dedos de una mano -y seguramente nos sobran- los países del mundo que pueden cambiar su destino histórico en una década de buen proyecto compartido, consensuado entre todos los actores relevantes: políticos, económicos, sociales y culturales. La década que pasó y no fue, o la que viene, que podría, que debería ser.
Otros muchos países están condenados a una marginalidad interminable, sin horizonte de salida, como ocurre en gran parte del África subsahariana y en rincones superpoblados de Asia. Incluso entre los emergentes, incluidos los más grandes de América Latina, que más allá de las crisis financieras y los programas de ajuste tienen expectativas claras de futuro, la mayoría necesitarán dos o tres veces el tiempo argentino para conseguir la centralidad que buscan.
Argentina puede hacerlo en una década. No por lo que fue, sino por las condiciones para ser ahora y en el futuro inmediato. Pero no sirven los pactos al borde del precipicio en el que nadie quiere caer, cuyo objetivo es dar varios pasos atrás para no verlo tan cerca, sin cambiar la dirección de la ruta a seguir. El voto bronca, como diría Sanguinetti, no cuestiona sólo, ni principalmente, al Gobierno de turno, sino a la totalidad de los actores políticos, porque expresa una desconfianza en las fórmulas que se ofrecen sobre el tapete como alternativas.
La sutileza en la percepción del ciudadano, a pesar de compartir la incertidumbre de todos los responsables, está en eso. Apunta a que no es un simple cambio de Gobierno, de mayoría, lo que necesita Argentina, sino un proyecto compartido, un gran acuerdo nacional, cuasi constitutivo de una nueva Argentina que incorpore lo mejor de que fue, pero sin anclarse en glorias pasadas, sin paralizarse mirando estatuas de sal.
Sanguinetti es un hombre respetado y querido en Argentina, pero en estos meses, un artículo breve y preciso publicado en EL PAÍS el pasado julio, ha producido el efecto de la verdad revelada, de la luz en la niebla del debate. 'Argentina, ¿fue o es?' se esgrime en todas las conversaciones relevantes. Comentaba en esa tribuna el dos veces presidente uruguayo, con su peculiar brillantez: 'Alguna vez alguien dijo que los países podían clasificarse en cuatro categorías: primero, los desarrollados; luego, los subdesarrollados; tercero, Japón, que no puede explicarse que sea desarrollado, y, finalmente, Argentina, que nadie puede explicar cómo es subdesarrollado'.
Siento por Argentina, como por México en la otra punta del mapa de Iberoamérica, una pasión irracional, una especie de fascinación que, a veces, me pierde por inoportuno, porque me lleva a compartir sus propios debates, a confundirme con sus destinos, sin nada que me avale en mi condición de extranjero. Me siento bien cuando me llaman Felipillo en las calles de Buenos Aires, porque me parece familiar, próximo, sin barreras. Por eso, en esta visita tendía a contenerme, temeroso de ser mal interpretado y de perder ese privilegio de la familiaridad. Al tiempo, siento que el silencio puede ser traición a ese regalo de proximidad, y esto me parece más grave que la inoportunidad de opinar sobre lo que, con razón, pueden decir que no me concierne.
Y después del 11 de septiembre oigo decir que la posición de Argentina empeora porque pierde relevancia ante la prioridad absoluta de Estados Unidos: la seguridad y, por tanto, la defensa contra la amenaza del terrorismo internacional. No acepto la profecía que tiende a autocumplirse. No acepto que no se sea relevante porque no constituye una amenaza. Si Argentina no es parte de ese problema -aunque ha sufrido este
terrorismo internacional en sus carnes hace muy poco-, sí es parte de la solución para una comunidad internacional de paz y de prosperidad.
En la cena con el presidente De la Rúa, cuando partía -entre otros menesteres, para asistir a la Asamblea General de Naciones Unidas, marcada este año por la terrible vecindad de las Torres Gemelas- imaginé que en este encuentro de la ONU se hablaría de la necesaria coalición internacional para combatir la amenaza del terror que nos afecta a todos, pero también de una coalición que plantee los nuevos paradigmas de un orden mundial basado en la convergencia de intereses y valores compartidos. Una nueva consciencia de la interdependencia de la sociedad de la información, que impida que lo ajeno nos sea extraño, menos aún despreciable, para el bien y para el mal. Un orden internacional incluyente de pueblos hoy marginados, o sometidos a la tiranía política o la desesperanza de la miseria.
De todas las grandes crisis del siglo XX se ha salido combatiendo las amenazas contra la libertad, pero, al tiempo, proponiendo fórmulas para superar las condiciones que hicieron posibles esas amenazas. Así ocurrió con la Primera Guerra Mundial y con la Segunda. Así ocurrió incluso con la crisis del Golfo, en Oriente Próximo.
De esta primera crisis global del nuevo siglo necesitamos salir, enfrentando la amenaza del terrorismo internacional y sentando las bases de un nuevo orden internacional.
Felipe González es ex presidente del Gobierno español.
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