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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Caos en Argentina

La dimisión del presidente de Argentina, Fernando de la Rúa, abre una crisis institucional de imprevisibles consecuencias. A falta de vicepresidente, que dimitió hace un año, le sucederá el presidente del Senado, el peronista Ramón Puerta, que tiene un plazo de tres meses para convocar elecciones. Previamente los peronistas, que cuentan con mayoría en las dos Cámaras, habían rechazado la propuesta presidencial de constituir un Gobierno de selvación nacional.

La suma de una grave crisis financiera y una profunda quiebra política se ha traducido durante los últimos días en una cadena de disturbios callejeros que hasta el momento ha causado ya más de 20 muertos. Unos ciudadanos hartos de sus gobernantes se han echado a la calle a pesar del estado de sitio decretado en la noche del miércoles por De la Rúa. Con un Gobierno dimisionario y el ex ministro de Economía Cavallo materialmente cercado en su domicilio, el presidente intentó a la desesperada algún tipo de acuerdo nacional con los peronistas, los gobernadores provinciales y los sindicatos para evitar el desplome total de la tercera economía latinoamericana, el impago de la deuda y la devaluación formal del peso, fantasmas todos ellos que atenazan a millones de ciudadanos, que intentan sacar de los bancos el máximo posible de sus ahorros.

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Áislado en la Casa Rosada, cuestionado incluso por su propio partido, De la Rúa decidió poner término a su mandato como hizo Raúl Alfonsín en 1989, también en medio de una situación de caos y disturbios callejeros.

Aunque el detonante final del estallido social argentino -un país que hace no mucho se enorgullecía de tener la mayor clase media del subcontinente- han sido las últimas medidas adoptadas por Cavallo, que significaron de hecho la congelación de las cuentas de los ciudadanos con la prohibición de disponer de más de mil pesos (equivalentes a mil dólares) al mes, las tensiones que han desembocado en los acontecimientos de los últimos días venían acumulándose desde hace tiempo. La economía argentina lleva casi cuatro años de brutal recesión, con una tasa de paro creciente (que ronda en realidad el 30%), una deuda pública superior a los 132.000 millones de dólares y una recaudación fiscal en mínimos. Sobre esas bases, la atención de las obligaciones frente a los acreedores es prácticamente imposible, a no ser que se sacrifiquen todos los gastos públicos.

La terquedad en mantener el régimen de cambio fijo frente al dólar, creado en marzo de 1991 y que garantiza la plena convertibilidad de pesos en dólares, lejos de fortalecer la credibilidad frente al exterior ha reducido de forma significativa las posibilidades de salir de la recesión. Sirvió para poner término a la hiperinflación, pero ha sido una trampa mortal cuando las demás economías de la zona depreciaron significativamente sus monedas frente al dólar. A partir de entonces, Argentina ha incurrido en las desventajas derivadas de tener la misma moneda que EE UU sin obtener ninguno de sus beneficios.

Todas las salidas pasan por ajustes muy severos que serán difíciles de explicar a una ciudadanía cada vez más exasperada y con un Gobierno provisional carente de la legitimidad de las urnas. Los peronistas, que en el primer mandato de Menem aplicaron la convertibilidad fija del peso como una medida, eficaz, contra la hiperinflación, tienen ahora mismo en sus manos casi todos los resortes del poder para buscar una salida del atolladero recesivo en el que les ha metido el empecinamiento en aquella decisión. Pero la libre flotación del peso tendrá también enormes costes para muchas familias y empresas endeudadas en dólares. El papel de las agencias internacionales, en particular del FMI, es clave. Para no exigir decisiones insostenibles y para mantener una mínima coherencia a la hora de ofrecer respaldo financiero. Fue el Fondo quien propició regímenes cambiarios como el que ahora socava las posibilidades de recuperación argentina, anteponiendo una cuestionable ortodoxia a las exigencias de crecimiento económico.

En cualquier caso, Argentina necesita un Gobierno con credibilidad suficiente para que los capitales exteriores vuelvan al país. Para ello debe huir de la tentación populista tanto como de los salvadores providenciales capaces de vender cualquier mercancía. De la Rúa ha tenido al fin la gallardía de reconocer que carece de los apoyos políticos necesarios para sacar a su país de esta gravísima crisis. Su sucesor no lo tiene más fácil. Una vez más, la economía vuelve a ser tributaria en gran medida de que los políticos sean capaces de lograr una concertación nacional.

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